La semana pasada se inauguró una muestra antológica retrospectiva de Cristina Piffer (Buenos Aires, 1953) en el Espacio de Arte de la Fundación Osde, con curaduría de Fernando Davis.
Según escribe el curador, la obra de la artista “interpela y tensiona los relatos establecidos de la historia argentina, a través de imágenes y textos pertenecientes a diferentes episodios de su trama política desde el siglo XIX: los enfrentamientos entre unitarios y federales, la organización y constitución del Estado nacional, los procesos de concentración de la propiedad de las tierras productivas tras el genocidio de los pueblos originarios durante la llamada ‘Conquista del Desierto’, la esclavitud y la explotación física de los indígenas. Piffer trabaja con fragmentos que convocan y traen al presente historias violentamente silenciadas o marginadas”.
Para articular la relación entre sentido y materialidad en sus obras utliza grasa, carne, sangre deshidratada, metal, cuero, vidrio, combinados con técnicas de impresión, fotografía, calado y transferencia.
Por ejemplo, para afirmar la hipótesis de que la historia argentina se escribe con sangre, la serie Las marcas del dinero, de 2011, muestra imágenes de billetes del siglo XIX realizadas mediante impresión serigráfica con sangre bovina en polvo.
Podría decirse que Piffer, desde que comenzó a mostrar su trabajo a fines de los años noventa y comienzos de los años dos mil, exhibe una coherencia, nivel de realización y carga ideológica parejas, como si hubiera sido concebida toda de una vez, desde el inicio. En su obra, la metáfora artística fundacional según la cual el arte fuerza la materia para darle belleza, adquiere la potencia de la literalidad.
Por eso vale traer al presente algo de lo dicho por quien firma estas líneas, en relación con la obra de Piffer entre 1998 y 2002: la historia argentina, así como la conformación y funcionamiento del Estado, están narrados en la obra de la artista como lo que son; una saga de degüellos, de violencia sobre el cuerpo del enemigo; un encadenamiento faccioso de carnicerías, en donde alguna vez se cruzó para siempre la raya entre el sacrificio del ganado y el del cuerpo de los opositores políticos.
Sobre su muestra Entripados, este cronista decía en el artículo publicado en este diario en 2002: “La lonja --por una de las obras exhibidas-- evoca el degüello del gobernador de Corrientes, Genaro Berón de Astrada, en la batalla de Palo Largo, por orden del triunfante caudillo rosista Pascual Echagüe, en 1839. La precisión del relato está inscripta en bajorrelieves sobre enormes placas de cebo que, como si fueran lápidas minimalistas (aunque de olor penetrante y a su vez penetradas por una serie de pernos de acero), son exhibidas como una extensa mesada sobre pulcras mesas de acero. El relato de época, tallado, cuenta que el cuerpo de Berón de Astrada estaba ‘boca abajo: un cuerpo muy blanco, sin una oreja, notándose que le habían sacado una lonja como de cuatro dedos de ancho desde la raíz de la nuca hasta la rabadilla’. Se dice que la tira en cuestión, transformada en trofeo, fue obsequiada a Justo José de Urquiza como manea. El año 1839 es la fecha clave de la exposición y la matanza entre facciones de caudillos es el telón de fondo que se proyecta ominosamente hasta el presente.
Desde la literatura, ese mismo año, Esteban Echeverría e Hilario Ascasubi lo contaron cada uno a su manera. El matadero, relato fundador de la ficción en la Argentina, fue publicado en 1871, pero Echeverría lo había escrito en 1839. El texto se abre como un relato de costumbres en el que se narra la falta de carne en Buenos Aires, agravada por fuertes lluvias que impidieron la entrada de novillos al matadero. El escritor cuenta de un modo protocinematográfico la entrada y el sacrificio de los animales. A partir de ese punto, un accidente desencadena pequeñas y grandes violencias en serie que preparan al lector para la narración de un típico crimen político: de la carnicería del ganado se pasa a la carnicería de un unitario. El matadero es un texto sobre la conformación y la práctica de un estado criminal y el núcleo sanguinario del cuento describe el procedimiento de “la refalosa”.
Precisamente en 1839 Ascasubi describe en ‘La refalosa’, la tortura y el degüello de un opositor en la era rosista: ‘Y entonces lo desatamos/ y lo soltamos;/ y lo sabemos parar/ para verlo refalar/ ¡en la sangre!/ hasta que le da un calambre/ y se cai a patalear,/ y a temblar/ muy fiero, hasta que se estira/ el salvaje: y, lo que espira,/ le sacamos/ una lonja que apreciamos/ el sobarla,/ y de manea gastarla’.
‘Echeverría murió en el exilio y Ascasubi pasó exiliado buena parte de su vida.”
La crónica de 2002 de quien firma estas líneas continuaba así: “La muestra de Piffer no ofrece concesiones y a ello contribuye su austeridad implacable. Una vez descriptas la lonja de cuero, la mesada de grasa y parafina y el cuadrito de carne, resta lo principal: una serie de trenzados hechos de tripa, en los que la artista utiliza una técnica tradicional. El mismo nombre de la exposición, Entripados, remite tanto al enojo y al disgusto apenas disimulado, como a la materia misma de las tripas. Ese gusto por lo literal en Piffer está capitalizado de tal modo que en vez de volver banal su obra, la vuelve sorprendente. Hay una frontalidad trabajada con tal precisión que cada pieza se vuelve exquisita e insoportable al mismo tiempo.
Las tripas de vaca están trabajadas en diferentes modos, y la descripción del proceso artesanal está tomada de un manual. Las tripas anudadas en perfecta geometría están sumergidas en formol y exhibidas en delicados vasos, lo cual las convierte en bellos objetos de colección.
La combinación del relato casi invisible del degüello de Berón de Astrada se suma a los textos bien visibles en los que se explicita la técnica del entrelazado. La ferocidad de la primera descripción se mezcla con la asepsia técnica de las demás y entre ambos relatos se transmite el efecto de la obras: técnica, organicidad, premeditación, la puesta en escena de la razón criminal multiplicada a la esfera de razón de Estado.
En este sentido es interesante seguir con las consecuencias del relato histórico, cuyo punto de partida Piffer coloca en 1839. El caudillo, militar y político Pascual Echagüe, responsable del degüello de Berón de Astrada, siguió el mismo itinerario político que todos aquellos que utilizaron la función de Estado para el crimen. Si ahora se los premia con una embajada o con la integración de un directorio de empresas públicas residuales o de organismos descentralizados, la trayectoria de Echagüe marcó un estilo. Tras el degüello fue gobernador de Santa Fe, luego pasó a formar parte del Honorable Senado de la Nación, a renglón seguido fue nombrado interventor nacional de la provincia de Mendoza y su carrera fue coronada con un cargo afín a sus conocimientos: ministro de Guerra y Marina del presidente Derqui.
‘El Estado argentino del siglo XIX visto como una banda criminal sigue siendo hoy una versión tan verosímil como entonces, especialmente cuando la crisis actual permite apreciar la continuidad de los procedimientos y procesos políticos económicos de los últimos veinticinco años y el modo en que este fatal cuarto de siglo se trenza con la cadena de crímenes seriales que fundaron la historia argentina”.
La obra de Piffer generaba en 2002 interpretaciones que, con la exposición antológica retrospectiva de 2019, producen ecos en el presente.
* En el Espacio de Arte Osde, Arroyo 807, hasta el 14 de diciembre, con entrada libre y gratuita.