Desde Pingyao, República Popular China

Basta con salir del aeropuerto de Taiyuán, ubicado a 500 kilómetros de Beijing, para percibir los resabios de los festejos por los 70 años de la Revolución china desarrollados hace diez días. Miles de banderas rojas y otras tantas con los clásicos dragones orientales rodean la autopista que une esa ciudad con Pingyao, uno de los enclaves históricos más importantes del gigante asiático. Declarada como Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1997 gracias a sus templos y murallas construidos en el siglo XIV, es también sede de uno de los festivales internacionales más nóveles del globo cinéfilo. El Pingyao Crouching Tiger Hidden Dragon International Film Festival (PYIFF) fue creado en 2017 por el cineasta Jia Zhangke (responsable de Platform, 24 City, Lejos de ella y la reciente Esa mujer, entre otras) con la idea de potenciar y promocionar el cine independiente regional en particular y de todo el país en general. 

La apuesta, más allá de las limitaciones impuestas por la proverbial censura del régimen de Xi Jinping, está rindiendo sus frutos: conseguir una entrada para cualquier función de la tercera edición –que se desarrolla entre el 10 y el 19 de octubre- es poco menos que una tarea ciclópea. El PIYFF se realiza íntegramente dentro del Festival Palace, un complejo con distintas construcciones que albergan las salas de cine, la oficina de prensa, el auditorio y varios locales gastronómicos. Enfrente de todos ellos se ubica el anfiteatro Platform, bautizado así en honor a una de las obras cumbres de Zhangke, cuya capacidad para 1500 personas lo convierte en el espacio de proyecciones al aire libre más grande de China, según afirman los organizadores. Toda esa infraestructura está puesta al servicio de una oferta de casi 50 películas –entre ellas la argentina Al acecho, de Francisco D’Eufemia–, varias actividades formativas apuntadas principalmente al público joven que copa las salas y una buena cantidad de charlas con invitados de relevancia en el ámbito del cine local e internacional.

Uno de esos invitados fue Zhang Yimou, quien volvió a recorrer las callecitas de Pingyao casi 30 años después de haber rodado aquí escenas de Esposas y concubinas. Durante más de una hora el director de Sorgo rojo, Héroe y La casa de las dagas voladoras habló sobre su método de trabajo, las influencias de su cine, las claves a la hora de filmar escenas de acción y artes marciales, las particularidades del cine asiático contemporáneo y los motivos que lo llevaron a iniciarse con las cámaras recién a los 28 años, entre otras temas, todo ante un auditorio repleto de bote a bote, como diría algún viejo relator de fútbol. Igual de repleto estuvo para escuchar a Takashi Shimizu, uno de los referentes ineludibles del cine de terror japonés (el J-horror) que fue furor a principios de milenio. El responsable de la saga Ju-On y de su remake estadounidense, El grito, abordó su historia personal, cómo fueron sus primeras experiencias sentado en la silla plegable y cuáles son las claves para que el cine de terror funcione.

No fue lo único destacado de la primera mitad del PYFFF. Desde el jueves pasan por las salas, a razón de uno o dos por día, los títulos de los dos apartados competitivos más importantes: Crouching Tigers (Tigres agazapados), que reúne una selección de primeras y segundas películas provenientes de todo el mundo, en su mayoría con más que atendibles performances en festivales de trascendencia mundial, y Hidden Dragons (Dragones escondidos), dedicada a nuevos talentos de la cinematografía local. Una de las contendientes de la competencia internacional fue Nuestras madres, del guatemalteco César Díaz. Ganadora de la Cámara de Oro a la mejor ópera prima del último Festival de Cannes, el relato aborda una cuestión de enorme relevancia política y social para el país centroamericano como las consecuencias de la guerra civil que tuvo lugar entre 1960 y 1996, cuando se firmaron los acuerdos de paz. Una paz que, sin embargo, está lejos de conseguirse, sobre todo para esas mujeres que aún hoy buscan saber cuál fue el destino de sus hijos desaparecidos.

La primera imagen es de una pregnancia inusitada para un operaprimista. Allí está un joven antropólogo llamado Ernesto (Armando Espitia) reconstruyendo una figura humana con los restos óseos hallados en una de las tantas fosas comunes donde los militares enterraron los cadáveres de sus víctimas. A quién pertenecen esos huesos es un enigma: podría ser el hijo de esa mujer que recuerda con pasmosa claridad las vejaciones sufridas durante un ataque a la aldea rural en la que aún hoy vive. Ese testimonio es la llave para que Ernesto inicie un largo periplo por conocer el paradero de su padre, un guerrillero que tranquilamente podría ser alguno de esos cadáveres anónimos que el equipo de antropólogos intenta identificar. Con un elenco que mezcla actores profesionales con quienes narran sus experiencias personales en el marco de una ficción, la ópera prima de Díaz es tan respetuosa con sus personajes como demoledora para el espectador. La ausencia de subrayados, golpes bajos y bajadas de línea habla de un realizador con plena conciencia de que es posible conmover sin manipular. Resulta imposible durante los créditos no sentir una emoción tan genuina como la de esas mujeres –que, según afirmó el realizador en la conferencia de prensa, aún no vieron la película– ante la certeza de que por fin son escuchadas.

Al acecho se ubica en las antípodas de Nuestras madres. Programada en la apartado paralelo Nocturna, que reúne seis películas de género, y proyectada en el mencionado anfiteatro Platform, el segundo largometraje como director de Francisco D'Eufemia luego de aquel muy recomendable western llamado Fuga de la Patagonia se inscribe en las coordenadas habituales de los policiales. Como su ópera prima, Al acecho podría pensarse como un juego de gato y ratón, con la diferencia que aquí nunca está del todo claro quién es quién. Pablo Silva (Rodrigo de la Serna) es un guardaparque no del todo orgulloso de serlo. “Lo mío es el agua”, le dice a su supervisora (Belén Blanco) ni bien arribe a la reserva que debe proteger mientras se resuelve un sumario iniciado a raíz de unos supuestos delitos cometidos durante sus funciones a la vera de un río. 

Rápidamente descubrirá que aquí también hay lugar para actividades al filo de la ley, en especial aquéllas relacionadas con el tráfico de animales. Perseguido y perseguidor, víctima a la vez que victimario, Pablo terminará enredado en una nueva trama delictiva que D’Eufemia resuelve con un pulso nervioso aunque controlado. La cámara en movimiento es coherente con un personaje cuyo universo interno está tironeado por el Bien y el Mal, una contradicción que el trabajo de ese actorazo que es De la Serna convierte en un dilema moral. Un dilema que, por los aplausos al cierre de la función, atraviesa todas las fronteras culturales. 

Rodrigo de la Serna en