ESPERAR
Ayer me encontré con muchas personas que no tenían nada que hacer más que esperar.
Sentada en un banco del jardín inglés, una madre vigilaba a su nena y a su varoncito, que hacían enchastre con agua y arena. Esperaba que sus hijos crecieran. Ellos crecían con extremada lentitud.
Diez minutos más tarde pasé delante del griego que vende alfombras de Oriente. Apoyado contra uno de los montantes de su puerta, esperaba al cliente posible. Veinte metros más allá se encontraba Maurice, parado delante de la vitrina de una modista.
-Espero a mi mujer- me explicó-, está eligiendo un sombrero.
-¡Ánimo!- le dije- y me fui a conversar con Ernest, que iba y venía esperando el tranvía.
Después, salí de la ciudad. Por el camino, de una blancura cegadora, dejé atrás a un tiro fatigado que, con mucho esfuerzo, hacía avanzar lentamente una carga demasiado pesada. El carretero caminaba en medio del polvo, junto a sus bestias a las que exhortaba con periódicos gruñidos. “Felizmente para él” pensé, “este hombre está acostumbrado a esperar. Sus caballos, que tienen buena memoria, se detendrán por sí solos ante el albergue de la Cruz Federal. Pero eso no será hasta dentro de una hora y media”. Por un momento me compadecí de su suerte. ¿Qué se le podría dar a ese desdichado para llenar el vacío de sus días? No me atreví a sugerirle que admirara el paisaje, ni que se entregara a meditaciones filosóficas. No, más valía que su pensamiento siguiese adormecido.
¡De quién no nos apiadaríamos si debiéramos apiadarnos de todos los que están condenados a esperar! Cada día, encerrados en la sala que conocen demasiado bien, escolares, empleados y obreros sin número esperan durante horas el momento en que podrán irse. Esperamos una carta, esperamos a esa buena amiga nuestra, esperamos dinero, esperamos la felicidad. Y de noche, cuando estamos cansados, esperamos con impaciencia el minuto inefable en que hemos de acostarnos en nuestra cama. Esperamos la muerte cuando ya no podemos esperar nada de la vida.
El hombre inventa medios de locomoción cada vez más rápidos para poseer más pronto las cosas que desea; pero en sus jornadas los minutos de espera serán siempre los más numerosos. Nuestros nervios necesitan reposo; y en la historia de nuestro corazón, los Acontecimientos deben estar suficientemente espaciados.
Hay seres capaces de esperar veinte años la realización de su sueño único. Otros calman su impaciencia prometiéndoles una o dos fiestas al año. Y muchos sabios no esperan otra cosa que sus pequeños placeres cotidianos. Pero a todos les hace falta paciencia.. De modo que la escuela ha comprendido bien su rol de educadora, puesto que acostumbra a los niños a soportar las horas vacías que, a excepción de poca cosa, compondrán su existencia.
La tierra produce olmos para las personas que, en verano, desean esperar a la sombra. Pero no produce suficientes. Así que los hombres han tenido que construir salas de espera. Las encontramos en los consultorios de los médicos y los dentistas, en los consulados y en todas las estaciones de tren.
HE VIVIDO MAL
En el momento de morir, Sócrates se acordó del gallo que adeudaba a una de las divinidades de su tiempo. Y se preocupó muy honestamente por “poner sus asuntos en orden”. Eso es fácil cuando uno debe tan solo un gallo. Yo debo mil gallos; y como sé que no tendré ni la energía ni la virtud suficientes para devolverlos a todos, voy a infligirme la pena de muerte. Eso pondrá fin al intolerable desasosiego que hay en mi espíritu. Y la justicia de los hombres quedará, quiero creerlo, satisfecha.
Así que reconozco la gravedad de mis faltas. Habría debido vivir de otra manera. Uno no debe contar demasiado con las provisiones del prójimo. Pero no puedo juzgarme con demasiada severidad, puesto que siempre tuve excelentes intenciones. Cuando yo decía: “Le devolveré su gallo el 30 de septiembre”, era de una sinceridad absoluta. Mi sinceridad me tranquilizaba tan perfectamente, además, que al cabo de una hora ya pensaba en otra cosa. Yo como siempre he tenido el apetito de un rico, me ocurría comer, sin malas intenciones, los gallos que habría debido poner a resguardo hasta el 30 de septiembre. Lleno de optimismo, daba el futuro vagamente por sentado. A menudo había oído decir que la fortuna llega mientras uno duerme.
Durante mucho tiempo tuve un poco de desprecio por los comerciantes. Creía poseer un alma más bella que la suya. Cuando el señor K me decía con orgullo: “Yo siempre honré lo que he firmado”, yo no sentía la menor admiración. Su probidad comercial es incontestable. Pero tiene menos escrúpulos, el señor K, cuando no ha firmado ningún papel. En cuanto se le presenta ocasión, no teme obtener pequeños ahorros sobre los magros ahorros de sus empleados. Y no siempre responde a las preguntas de sus clientes con absoluta lealtad. La ley no obliga al comerciante a decirle toda la verdad al primero que llega. Ella no castiga todas las formas de la vileza humana.
Un profesor que recibe su sueldo al final de cada mes a menudo es un ingenuo que se hace de la vida una idea absurda, porque consagra demasiado tiempo a especulaciones desinteresadas. En nuestro mundo de negociantes y financistas, el hombre normal es aquel que, de la mañana a la noche, no piensa en otra cosa que en dinero. Este sabe que la vida es un combate recomenzado cada día. Comprende la necesidad de permanecer atento y prudente. Lo he constatado muchas veces en sus conversaciones, el banquero M. nunca se abandona del todo; es un hombre que tiene pensamientos que ocultar.
Fui vanidoso y estúpido al juzgarme mejor que el señor K. y el señor M. Se necesita fuerza para ganar y ahorrar dinero; para gastarlo, no hace falta ninguna. A los medios que esos señores emplean para enriquecerse suele faltarles elegancia; pero se trata de medios lícitos. El señor K. ha cumplido con su deber. Tiene provisiones y podrá ofrecerle a cada una de sus hijas una pequeña dote.
Mi inteligencia de lujo no me ha ayudado a volverme más fuerte; delicado como soy, estaba hecho para prodigar con aristocrática esplendidez el dinero ganado por los otros. Me iré, porque me sería muy difícil soportar las consecuencias de mi imprevisión culpable.
¡Jóvenes, enriquézcanse!
ES UNA MALA ACCIÓN
Rousseau me diría que mi suicidio será una mala acción, porque si yo estuviera vivo, aún podría hacer un poco de bien. Sí, mi viejo Rousseau: tienes razón; pero si continuara viviendo, también haría mucho daño. No voy a ser malvado, no hay la menor maldad en mí; pero mi egoísmo podría causar sufrimiento. Da igual: la objeción de Rousseau me perturba. Marchándome, abandono a la compañera-víctima que siempre, durante el largo viaje que hemos hecho juntos, cargó con mi costal. Uno se habitúa muy pronto a la generosidad de su compañero. Debe haber mucho de esas parejas en las que uno de los asociados es el devoto servidor del otro, mientras que el otro ni siquiera se da cuenta.
Para que la sociedad pueda durar con su estructura actual, es preciso que los individuos se casen y funden familias. Pero en la inmensa mayoría de los casos, el matrimonio es un lazo que hace sufrir. Dos seres “que están hechos para entenderse” no necesariamente están hechos para vivir juntos durante cuarenta años seguidos, de la mañana a la noche y de la noche a la mañana. Porque están dotados de sensibilidad y de imaginación, por el simple hecho de que están vivos, el hombre y la mujer son incapaces de obedecer al representante del Estado que les dice: “De ahora en adelante, sus sentimientos no deben cambiar más”.
Estos fragmentos pertenecen al volumen Tómelo o déjelo (editorial Paradiso) que reúne La risa y los que ríen y Mi suicidio, de Henri Roorda, humorista, pedagogo y cronista suizo, que efectivamente se suicidó en 1925, y cuyo rescate empezó a tomar forma hace unos años. La publicación de este volumen es un gran aporte a la difusión de sus textos y su figura.