Y ahora me envían al Rosario. Quieren que vigile el río Paraná ante un posible avance realista desde Montevideo. Salimos de Buenos Ayres el viernes 24 de enero de 1812 a las cinco y cuarto de la tarde, imposible hacerlo más temprano ante el sol duro del verano, con 500 hombres del regimiento de infantería, 16 carretas tiradas por bueyes, con alimentos, municiones, tiendas de campaña, vestuario, la caja de caudales y la de la capilla, en el mejor orden posible.
La tropa avanza a pie, los oficiales en unos pocos caballos. Desde el interior del carruaje que me conduce ‑mis dolencias son insoportables‑ observo al subteniente Anglada adelantarse con el ganado y buscar leña suficiente para la primera noche de campamento en San José. El francesito capitán Forest y el cadete Díaz debían elegir el campamento donde se levantarían las tiendas, prevenir que los fogones se establecieran a sotavento del campamento. Se mataron ocho reses, cenamos hasta que se tocó la retreta y todo permaneció tranquilo.
Siguieron otras postas, otros descansos. Y cuando no era posible continuar la marcha ordenaba que se repartieran los cuadernitos con las obligaciones de los soldados y se leyeran en los ratos libres antes de la cena.
El domingo, la tropa se levantó a las cinco de la mañana, hubo misa y se rezó el Rosario, un acto de piedad que se repetiría durante la marcha, y luego se retiró a descansar. Tras dos días de caminatas, algunos soldados tienen sus pies cubiertos de llagas por sus pobres calzados. Estamos en el pueblo de Morón, por suerte hay suficiente agua para beber. Al atardecer llegamos a Puente de Marques y en una noche estrellada y calurosa, hubo música en el campamento, se entonó la canción oficial Sudamericanos/ mirad ya lucir/ de la dulce patria/ la aurora feliz y a la hora de retirarse a las tiendas escuché a muchos de mis soldados gritar a viva vos ¡Viva la Patria!
Toda la campaña que hemos recorrido es llana, ideal para las maniobras de la caballería, pero a tres días de haber partido, no hay leña ni agua y el ganado es escaso. El tiempo es seco, es indispensable culatear los carros tanto en las subidas como en las bajadas por la altura de las barrancas, hay sorprendentes y extensos espinares que cubren los campos y castigan a los caballos; la sed se vuelve contagiosa, no encontramos abrevaderos y el calor se hace sentir, un polvo de tierra se levanta como una gran nube en la marcha hacia el Rosario, son los pies de mis soldados.
Ha caído un fuerte chubasco en Luján que anegó mi tienda y alguna otra. Cuando salió el sol convoqué a capitanes y comandantes para tratar la disciplina de la tropa, quiero desterrar las crueles voces de oficiales y soldados que ofenden los oídos, orilleros, compadritos de arrabal, gente de los suburbios de Buenos Ayres, quiero que los cadetes, pillos y mal educados, estudien sobre las obligaciones del soldado, cabo y sargento, les advertí que los llamaré a dar lección en cualquier momento, quiero que los oficiales inspiren subordinación y prohíban todo tipo de juegos.
El sol es furioso, han enfermado tres hombres, tengo soldados estropeados, no hay más agua que la del pozo de la posta, agua rara para 800 hombres; no hay cardo para encender la leña y sólo veo llanura y más llanura, sin árboles ni cosa que se le parezca. Hay que tomar aliento. Descansar y seguir.
Un desconocido me entrega un pliego del jefe de Estado Mayor. Me ordena que adelante cien hombres al Rosario con buenos oficiales, lo que es imposible, pienso, cuando la tropa marcha a pie, sudorosa, cansada, el tiempo es lento, la fatiga trae cansancio y no es posible andar mucho. Es gente que no está acostumbrada a la fatiga ni al cuidado, hombres que pueden andar veinte leguas a caballo y no soportan cuatro pie; el calzado les incomoda, prefieren enlodarse, espinarse a pie desnudo. También me advierte el Jefe de Estado Mayor que no se me ocurra alterar el plano de las baterías que trazó el coronel Angel Monasterio, un español que había decidido sumarse a la causa americana, un ingeniero brillante que fundió cañones, balas, bombas y morteros.
En Areco, las aguas son pésimas, el campo está pelado y el ganado muy flaco, la costa oeste del río es muy pantanosa y anduvimos por bañados que en tiempos de lluvias serían de penoso tránsito; en Chacras de Ayala los campos son llanos, hermosos con las lluvias, el agua de pozo es muy buena, se ha cocinado con leña y huesos; en Arrecifes, la tierra empieza a elevarse en lomas, los caminos son excelentes tanto como el manantial de agua que encontramos, lavamos nuestras ropas en el río, se trajo al ganado... Cruzamos sin problemas el arroyo Ramallo, algo barrancoso pero casi sin agua.
***
El 5 de febrero llegamos al arroyo del Medio, hemos acampado, el agua es salubre, no hay leña pero sí bosta seca que proporciona la multitud de ganado que cubre ambas riberas del arroyo; el viento norte nos ha abrazado cuando llegamos al arroyo Pavón, una gran tormenta transforma en negro al color del cielo y nos vuela algunas tiendas; a las nueve de la noche llegamos a Arroyo Seco y acampamos en las inmediaciones de la casa de doña María Gómez. Al salir la luna, marcharemos al Rosario.
A la una y media de la mañana del 7 de febrero de 1812 escribo en mi diario de marcha: se tocó generala y marchamos por caminos y campos muy llanos, sin dificultad alguna. Con poco trabajo pudieron pasar muy bien las carretas a la salida de una cañada que han formado las aguas de lluvia, que aquí llaman arroyo Saladillo, y hallándonos a una legua del Rosario se formó la tropa, se desplegaron las banderas españolas de nuestros enemigos que aun empleamos, la coronela, roja con el blasón real, y la miliciana, blanca con la cruz de borgoña, también roja, y di la orden de reiniciar la travesía.
Bajé del carruaje, monté a caballo y marché los últimos tramos hasta llegar a la posta del pueblo del Rosario, que sólo era un descampado, y de allí a la estafeta de la aldea, entrando por Mensajerías, la calle que recorren permanentemente los chasquis, la más importante de la villa y después la barranca, el río.
Dos hombres se encargaron de recibirnos: el capitán de milicias, Pedro Moreno y el flamante alcalde de la Santa Hermandad, Alejo Grandoli. Eran las once de la mañana. Lo que observo es un pueblo sin casas ni galpones para hospedar al Ejército. Pero el capitán Silvestre Alvarez, que ha llegado aquí antes que nosotros, me tranquiliza. Hay una buena zona al sur, en una barranca a 20 metros del Paraná, con decenas de sauces que dan sombra, ideal en estos días de verano para que acampe la tropa y descarguemos el parque de municiones y el almacén de vestuario que traemos desde Buenos Ayres. Pero advierto, a la Junta, que para una larga estadía es penoso semejante modo de vivir. Pienso en la construcción de barracones para una mejor comodidad de mis soldados del Regimiento de Caballería de la Patria. Y pienso también que debería destinar cien hombres de milicia a puestos de observación ante el hipotético avance realista por el Paraná, la única ocupación que les puedo ofrecer; o instruirlos en la carga y descarga de los cañones y pienso también en el sueldo que debemos pagar y en qué fecha, una condición clave para que se cumplan mis órdenes.
Al segundo día de nuestra presencia una tormenta de verano arrasó con el campamento; las tiendas de campañas, las ropas, el vestuario, volaron, terminaron en el río. Las carpas son malas para el calor, para el agua y para el frío. El pampero aceleró algunas deserciones de soldados, no me extraña, yo ya venía arrastrando mis dudas sobre la combatividad de esta pobre tropa.
El objetivo se volvió una urgencia. El capitán José Rueda se puso al frente de la dirección de la obra en la que trabajaron decenas de rosarinos. El 13 de febrero sugiero a la Junta distinguir con la escarapela nacional a nuestras baterías para diferenciarnos de nuestros enemigos. Abajo esas señales exteriores, señor excelentísimo, escribo, que para nada nos han servido y con las que parece que aún no hemos roto las cadenas de la esclavitud.
Al otro día llega al Rosario Monasterio con ocho carpinteros y con su celo, eficiencia y conocimiento se aceleran los principales trabajos de las baterías. Con el transcurrir de los días, Monasterio se despachará en elogios a un vecino llamado Cosme Maziel.
-‑Tiene una gran experiencia como baqueano del río. Es un entusiasta joven de la patria. Ha talado árboles en las islas, ha cargado los troncos en las canoas y los ha transportado hasta la costa para que se puedan montar las baterías de defensa -cuenta Monasterio.
-‑Tráigalo, quiero conocerlo.
Si la memoria no me falla, su tío, Juan Baltasar Maziel, fue el sacerdote que me bautizó en 1770 y el abogado de mi padre en cuestiones comerciales en Buenos Aires.
Cosme, en rigor, era un vecino ilustre de la ciudad de Santa Fe. El 12 de febrero había sido nombrado Alcalde de Segundo Voto por el Cabildo de Santa Fe. A ese lugar sólo llegaban personas públicamente probas y honradas, que supieran leer y escribir, poseer casa poblada en la ciudad, ser descendientes de los primeros pobladores y de conquistadores. Maziel estaba allí como representante de la élite santafesina.
He conocido también a Celedonio Escalada, el nuevo comandante de la guarnición del Rosario, pero mi atención está puesta en la información que traen los chasquis. Una patrulla enemiga se apronta desde Montevideo a remontar el Paraná, es una expedición de quinientos hombres, me informan, que vienen en cuatro lanchas armadas con un cañón de grueso calibre montado en cada una con el objetivo de destruir la batería del Rosario (que no está terminada) y tomar el punto de la Bajada (hoy ciudad de Paraná).
"Deben prepararse para una gloriosa resistencia", me advierte el gobierno. Yo también pienso que nos van a atacar. Por eso he dado instrucciones para adiestrar a los lugareños en el manejo de sables, fusiles o lanzas; los soldados del regimiento se hayan con la estima baja, pido ayuda a mi amigo Celedonio José del Castillo, le escribo que deseo tener a mi lado, indios y mestizos, más dóciles y manejables.
Aquí las mujeres fabrican pan para los soldados, lavan las ropas de los oficiales, otros trabajan en la barranca.
El primer día que llegamos a la Plaza Mayor del Rosario, donde se levantan la Capilla y algunas casas y ranchos, las banderas se depositaron en la casa que me estaba preparada, a pocos metros de allí. Era la residencia de la hermana de mi gran amigo y consejero, Vicente Anastasio Echeverría.
María Catalina estaba esperando en el umbral de la puerta.
-‑Bienvenido, Manuel, esta es su casa.
-‑Gracias por su hospitalidad...
‑-A su disposición...
-‑Teniendo en cuenta que es la hermana de un gran amigo, quiero pedirle un favor.
-‑Usted dirá.
-‑Tenemos un Ejército sin bandera propia. Usted habrá visto las que guardamos en su casa tras la marcha.
-‑¿Qué sugiere, coronel?
‑-Le pido encarecidamente que reúna a un grupo de mujeres para confeccionar nuestra bandera en el menor tiempo posible.
María Catalina no era una humilde costurera de la Capilla. Como mujer de la incipiente elite rosarina, acudió a sus amistades, a Paula Acuña, María Matilde Alvarez, y a las esclavas de sus amigas, y de la tienda de su padrastro, Pedro Tuella, quien vivía en la casa contigua, recogió dos piezas de tela, las llevó a su casa y organizó el trabajo de coser a destiempo la primera bandera patria, y sus colores, su formato, marcaron un destino.
Mi querida María Catalina me avisa que la bandera está terminada ‑-ha unido verticalmente dos trazos, blanco y celeste, los colores que les pedí, y ha agregado un flequillo de oro en un extremo‑- mientras observo, a la distancia, desde una de las habitaciones de la casa donde soy huésped, el ritmo de las obras.
26 de febrero. Me comunican que la batería que tendrá por nombre de la Independencia, ubicada en la isla de enfrente, ya está instalada. Observo también a mis hombres trabajar con el mayor empeño para terminar y colocar explanadas en la batería que llamaremos Libertad, en la costa firme, a doce metros sobre el río, los tres cañones con los fusileros al pie de la barranca y los explosivos depositados en un polvorín.
A las seis y media de la tarde del 27 de febrero, se ha hecho salva en la batería de la Independencia, donde ha quedado una dotación competente, con tres cañones y municiones.
María Catalina y los paisanos del Rosario me acompañan hasta la batería Libertad donde espera otra guarnición. Veo en las inmediaciones de la barranca al cura Navarro que bendecirá la bandera que espero sea aprobada por Vuestra Excelencia, me acompañan los comandantes Perdriel y Escalada, quienes se harán cargo de las baterías cuando yo parta de aquí.
-‑Haga un pozo, plante el tronco, vea si está fuerte la cuerda y ate bien la bandera ‑-le ordeno a Maziel cuando la tropa ya está formada.
Cuando el sol del 27 se empezaba a apagar por el oeste, levanté mi espada a modo de señal que esperaba el primer abanderado. Maziel comenzó a enarbolar la bandera celeste y blanca hasta lo más alto del mástil y todos los presentes juraron vencer a los enemigos internos y externos y gritaron "Viva la Patria" frente al río marrón.
Dejo el Rosario el 2 de marzo. Marcho, enfermo, hacia el noroeste para asumir en Jujuy el comando en jefe del Ejército Auxiliador del Perú. Ese mismo día, el gobierno me envía un oficio donde se prohíbe el uso de la bandera celeste y blanca, se desaprueba mi desobediencia. "Haga pasar por un rasgo de entusiasmo el suceso de la bandera enarbolada, ocultándola disimuladamente", me escriben, con ironía, desde Buenos Ayres.
Hoy se cumplen 205 años de la creación de la bandera nacional. El programa oficial comienza a las 9.15 en el mástil mayor del Monumento y continuará a las 19.30 con un recorrido nocturno bajo el título "El nacimiento de un símbolo que nos hizo cuna". Habrá una puesta en escena de la que participarán el actor Pablo Rago (como Manuel Belgrano) y las actrices locales Romina Tamburello y Vilma Echeverría, que personificarán a Lola Mora y María Catalina Echevarría.