Sea cual fuese su formato, un debate es una experiencia irrepetible y única.
El grave problema para el actual presidente radicaba en el contexto. Macri en los dos últimos años fue de mal en peor en la opinión de los argentinos. Solo basta señalar que en esta última encuesta su imagen cayó más de 25 puntos en relación a su asunción; la aprobación de su gestión no pasa del 32 por ciento. No se detectan expectativas de mejoras y la esperanza está puesta en que se produzca un verdadero cambio de rumbo. Por eso, para el 65 por ciento, la economía actual va por un rumbo equivocado.
En las PASO votaron con bronca, buscando una nueva esperanza que Alberto Fernández representaba, al frente de un peronismo unido.
Si la consigna que se instaló en el imaginario colectivo de la mayor parte de los argentinos fue poner de pie a nuestro país en el marco de una de las crisis más importantes de nuestra historia reciente, Alberto se encargó de mostrarlo en cada una de sus intervenciones.
Comienza a percibirse una sensación de fin de ciclo, con un gobierno nacional que llega a estos comicios con más asignaturas pendientes que otra cosa. Tal sensación de cambio de época, también se percibió en el desarrollo del debate.
Para lograr una posición dominante, era necesario tener en cuenta dos dimensiones analíticas: primero, una correcta interpretación del contexto y luego, una adecuada adaptación, a las reglas, los tiempos y los argumentos.
En tal mecanismo Alberto Fernández resultó el ganador. Fue el único de los participantes que tuvo en cuenta y supo aplicar las ventajas comparativas que surgían del contexto; que concibió una estrategia global que aplicó de manera sistemática y que, al mismo tiempo, usó una táctica particular para cada tema.
Alberto Fernández partió del principio que su principal antagonista en el debate era Mauricio Macri. Roberto Lavagna quedó en el medio, con un discurso muy similar al de Alberto y aunque comenzó con una buena performance (aprovechó de manera excelente la posibilidad de diferenciarse al plantear el hambre como un derecho humano), en la medida que transcurría el tiempo su fortaleza se fue apagando.
Los dos restantes (Espert y Gómez Centurión) se ubicaron tan a la derecha (uno desde lo económico, el otro desde lo moral y ético) dirigiéndose a un electorado cercano al propio oficialismo: otra complicación para Macri.
Alberto partió de una táctica inicial: la sorpresa. Mientras todos esperaban a un Alberto cauteloso, dispuesto a cuidar la ventaja de más de 16 puntos en las primarias que, por lo que puede verse en esta última encuesta tiende a ampliarse, el candidato del Frente de Todos, decidió jugar fuerte: marcar el claro antagonismo con Macri y señalar que en el debate de 2015, uno mintió y otro dijo la verdad. El que mintió “está gobernando el país” y el que dijo la verdad “está sentado en la primera fila”. Así, instaló el primer aspecto simbólico de otro fin de ciclo: el de la mentira.
Si como suele decirse un debate es un duelo, Alberto le asestó a Macri la primera estocada. A tal punto que el actual presidente solo pudo reaccionar tardíamente señalando “al dedo” acusador. Una pequeña forma en un mar de fondo, que en realidad vale poco.
No quedan dudas entonces: la escenografía del debate se fue convirtiendo en una verdadera postal de fin de época, replicando lo que ocurre en la sociedad en su conjunto: Alberto Fernández criticando y planteando alternativas y un Macri a la defensiva.
Este domingo se viene un nuevo debate. Y como la historia no se repite se podrán ver otras sorpresas, nuevas tácticas y estrategias. Lo que no cambiará, aquello que permanecerá invariable, es la postal de fin de ciclo de un gobierno, como una especie de aguafuerte indisoluble en la escenografía del debate.