“No hay que confundir libertad de prensa con delitos”. Con notable economía de palabras, Adolfo Pérez Esquivel, puso claridad en medio del batifondo político-periodístico desatado alrededor del informe de la Comisión Provincial por la Memoria. Este documento fue realizado a pedido del juez Alejo Ramos Padilla a propósito de la investigación que éste lleva a cabo sobre el funcionamiento de una asociación ilícita dedicada a la extorsión.
El escándalo gira en torno del probable involucramiento de periodistas en el mecanismo extorsivo, sacado a la luz por la denuncia realizada por una de las víctimas, el empresario Etchebest. La investigación se apoya en una profusa documentación probatoria acerca de la red delictiva que, en principio, era coordinada por un falso abogado de apellido Dalessio, quien decía ser agente de la DEA (la organización estadounidense para el combate contra el narcotráfico). No se trata de un simple episodio policial: todos los indicios hasta ahora recopilados señalan la existencia de un aparato judicial-servicial- político y periodístico destinado a la persecución del más importante sector político de oposición. La banda combinaba esa función estratégica con la recolección de importantes sumas de dinero proveniente del chantaje a personas a las que se involucraba en las causas, a cambio de “protección” por parte de sus integrantes.
¿Qué tiene que ver este cuadro con la libertad de prensa? Los grandes emporios mediáticos han establecido una curiosa –y claramente tramposa- articulación a partir de la imputación y posterior procesamiento del periodista del grupo Clarín Daniel Santoro. Desde allí se establece una estrategia de presentación del caso como un ataque al libre ejercicio del periodismo y de la protección del secreto respecto de las fuentes de información, como si el periodista del caso (y otros que aparecen de diferente manera en los testimonios recogidos en la investigación del juez Padilla) estuviera procesado por la información periodística publicada. Hay que decir que Santoro, a diferencia de muchas personas en parecida situación procesal, no fue privado de su libertad ni tiene restricción alguna sobre el ejercicio de su profesión. No le fue aplicada la doctrina Irurzun, porque, como no se le conocen vínculos de simpatía con los gobiernos kirchneristas no pueden atribuírsele intenciones de ensuciar el proceso. Santoro gozó y goza de todas las garantías judiciales constitucionales y legales. No se le cuestiona el contenido de sus notas periodísticas sino la funcionalidad de su conducta para el accionar de una asociación ilícita. Más aún, Santoro fue provisoriamente eximido de la acusación de formar parte de esa asociación, por la actual falta de pruebas definitivas acerca de ese hecho.
No es demasiado difícil deducir que no es la libertad de prensa lo que está en juego en esta escena. De lo que se trata es de la existencia de un patrón de actuación claramente vinculado a la estrategia de guerra judicial que el gobierno de Estados Unidos promueve en los países a los que considera parte de su patio trasero colonial. El actual embajador de Estados Unidos en Argentina, Edward Prado lo aclaró con vehemencia en sus primeras declaraciones al asumir el cargo. Dijo estar contento con las políticas puestas en marcha por el presidente Macri. Elogió el énfasis en el impulso a la investigación sobre la muerte del fiscal Nis
man, explicó que él quería que vinieran al país inversiones estadounidenses y sostuvo que quería “ayudar” al poder judicial para que se creen mejores condiciones para esas inversiones. ¿Cómo se hace para desvincular estas atrevidas definiciones, y la descarada injerencia sobre uno de los poderes del estado argentino que ellas explicitan, de lo que ha ocurrido durante estos años en el poder judicial argentino?
Ahora bien, ¿cuál es el lugar que esta estrategia de poder imperial reserva a los medios de comunicación? Lo hemos visto en los últimos años: la prensa que acompañó de modo entusiasta la catastrófica experiencia del gobierno de Macri funcionó como su principal maquinaria de legitimación. Se construyó una leyenda negra de los gobiernos kirchneristas, se los identificó con el extremismo político, se los asoció con el terrorismo internacional, se los acusó de modo excluyente con la corrupción política, como si la colusión entre grandes empresarios privados y el Estado hubiera nacido en esos años, como si la fortuna familiar y personal del actual presidente no tuviera nada que ver con ese fenómeno. Se colocó a los gobiernos kirchneristas en el lugar de la persecución política y comunicativa, cuando en el período anterior ningún opositor fue privado de su libertad y de sus derechos, cuando ningún periodista perdió su trabajo por causa de su opinión política.
La investigación del juez Ramos Padilla tiene una extraordinaria importancia política. No se investiga (solamente) a un grupo de delincuentes. Estamos ante un caso que ilustra una trama fundamental, expresiva del modo en que se mueve el poder real en la Argentina, ése que no votamos en ninguna elección, ése que no se somete a ningún escrutinio legal. Ese poder, el del dinero, el de las influencias, es el verdadero nicho de la corrupción y la impunidad en el país. El gobierno que agoniza en estos días fue el más expresivo, desde el punto de vista institucional, de esa plutocracia absolutamente desentendida del interés del país y de sus ciudadanos, el más comprometido con la corrupción y la decadencia nacional. La libertad, cuya defensa esgrime hoy el presidente en su patética gira de despedida, debe entenderse así, como la absoluta impunidad de los poderosos. Por eso, uno de los malentendidos que en esta etapa habrá que aclarar es el insólito intento de atribuir a la experiencia de estos años la condición de un tiempo de “fortalecimiento institucional”.
La libertad de expresión no tiene nada que ver con la impunidad de los periodistas. Para defenderla y jerarquizarla realmente, y no como licencia para la operación política y el abuso de poder, es necesaria la crítica de los monopolios informativos, la promoción de voces alternativas, el cuidado sistemático de la pluralidad, el rechazo a la censura contra las opiniones disidentes, tal como se practicó sistemáticamente en estos últimos cuatro años. La etapa que se abre es una nueva gran oportunidad para fortalecer este aspecto sustancial de la democracia.