Hace algunos años, cuando empezaba el verano, un amigo me llevó a navegar por el Delta. Yo ya conocía el Tigre. Había tomado varias veces la lancha colectiva para ir a algún recreo a pasar el día. Cuando le pregunté a dónde íbamos me dijo que a ninguna parte, y luego agregó, a navegar. El conocía los ríos y los canales desde chico. Ese día me llevó a conocer las partes más despobladas de la zona, donde la vegetación era más tupida y se podían observar tortugas oscuras y otros animales. Eran las zonas más deshabitadas, donde no llegaba la luz eléctrica ni los turistas. Desde ese día empecé a ir todos los fines de semana. La rutina era siempre la misma: nos levantábamos temprano, cargábamos la lancha y no volvíamos hasta última hora del día o entrada la noche. A veces otros amigos nos acompañaban y aprovechábamos para comer y para saltar al río a nadar. En esa época aprendí a remar como lo hacen los isleños, a nadar con la correntada, empecé a aprenderme los mapas de memoria. Leía manuales de navegación, medidas de seguridad, cualquier cosa que tuviera que ver con esa vida. Quedé tan impresionado con el paisaje que una Navidad mi compañera me regaló El Tempe Argentino, un libro de Marcos Sastre que documenta la geografía, la flora y fauna del Delta del Paraná. El libro, de mediados del siglo XIX, contiene grabados en blanco y negro hechos por el mismo Sastre. Me pasaba horas con el libro en la lancha mirando los mapas, buscando animales y pájaros. Estaba fascinado. Sin embargo, había algo en el libro de Sastre que apenas estaba documentado. Algo que se mencionaba levemente pero que para mí tenía un gran atractivo. Y eran sus habitantes. Seres de características especiales, isleños. Gente acostumbrada a vivir con los vaivenes caprichosos del río, con temperaturas extremas pero sobre todo con la soledad. Esa clase de soledad cercana a la locura. Pensando en ellos, y con el movimiento de la lancha sobre el río, empecé a escribir este cuento.