El remolino ocre empujó la lancha hacia delante y la brisa en la cara les indicó que se movían. Comitán ocupaba la parte delantera de la lancha, su lugar de observación. Siempre había considerado al Tigre como un territorio misterioso. Pocos lugares tienen estas características. Esos pocos son los que siempre le llamaron la atención. Pero sobre todo los lugares sin gente.

Desde muy chico a Toy –quien manejaba la lancha– lo había llevado su familia a pasar los fines de semana y los veranos a la casa del Delta. Era otra época. Los veranos eran, para su niñez, segmentos de tiempo detenido. Todo era aventura: desde que comenzaba el día, cargando el tanque de agua de la vieja casona cuando apenas clareaba en el río –con ese monótono sonido que los perros observaban con cierto desdén y extrañeza– hasta los mates amargos de la tarde, podía pasar una vida entera. Ya de adulto, Toy contaba estas historias cada vez que salían al río. En cambio Comitán, provenía de un pasado que había forjado una realidad muy diferente. Ambos lo sabían. Una vez más, Comitán volvía a subirse a un sueño prestado con la secreta esperanza de que, finalmente, fuese el propio. Era un turista, un invitado y todo era ajeno en su posición de ocupante momentáneo de la lancha.

En los primeros minutos del viaje no hablaban. Los usaban como un momento de transición para aclimatarse al paisaje. Los olores del Puerto, la hamaca que producía el movimiento de la lancha sobre la extensión del río, la urbanidad que se despedía por los laterales, todo iba ingresando apaciblemente en sus percepciones a medida que se alejaban. Para ellos, la ciudad era hermosa solamente en dos ocasiones: para llegar y para irse.

Mientras avanzaban el paisaje comenzó a cambiar. “Esta parte era un fondeadero”, dijo Toy. “El tío Ricardo tenía una casa cerca. Vine alguna que otra vez con mis primos, pero te hablo hace siglos, no debe quedar nada”. Luego le siguió un silencio de observación, con la calma que precede a un momento intenso. Avanzaron un kilómetro río arriba por el Arias y llegaron a una zona de vegetación muy silenciosa y tupida. Toy buscaba algo en la maleza pero Comitán solo veía sombras y el viento moviendo las copas más altas de los Sauces. La lancha se desplazaba casi sin movimiento como suspendida con el impulso del motor sobre una especie de cielo marrón. 

La vegetación se iba descubriendo lentamente y un claro entre los arbustos dejó entrever una casilla en lo alto de unos pilares de madera. Junto a las piedras de la costa, un hombre, ya mayor, con una musculosa gastada observaba la corriente del río como anestesiado, con la boca abierta y la mandíbula algo ladeada. Era corpulento, de aspecto tosco y robusto, aunque deteriorado por el paso del tiempo. “Buenas”, dijo Toy en voz alta al ver al hombre pero nada sucedió, parecía estar atrapado bajo la sugestión de la correntada. Toy observó a Comitán. Y luego aplaudió, dos veces, en señal de anuncio. El segundo aplauso sacó al hombre de un tirón de sus entrañas y se quedó observándolos perplejo, como si Comitán y Toy hubiesen salido del fondo del río, de un mundo que careciese de fundamento. Toy volvió a insistir: “Buenas, ¿conoce a la familia Pasco?”. El hombre pareció interesarse más pero sin moverse, como si sólo lo hubiese hecho su cara. Luego balbuceó: “¿Quién quiere saber?” Y permaneció en una espera tensa. Un sentimiento de haber cruzado a un territorio como intrusos los invadió. “Soy Ernesto Pasco, aquí vivía Marta Pasco hace años, prima de mi madre” dijo Toy, con un tono de voz altisonante que sonó forzado y que poco tenía que ver con el silencio enrarecido del lugar. El hombre lo observó achicando los ojos, intentando comprender el sentido de un mensaje complejo hasta que algo pareció resolverse dentro de su mente volviendo a su gesto de incomodidad. Luego, en un solo movimiento violento, giró su cabeza grasosa y gritó hacia lo alto de la casilla: “¡Martaaaaaaa! ¡Gente!”. Nada sucedió por unos instantes salvo el sonido de la respiración del hombre. Desde lo alto, un fuerte sonido seco –como de un golpe o la caída de un objeto pesado– pareció responder al grito del hombre. Una mujer anciana, pero de una extraordinaria capacidad de movimientos para su edad, apareció por la entrada de la casilla. “¿Qué pasa, carajo?” dijo ella y se quedó observándolos pero sin hacer ningún tipo de movimiento. “¡Bajá querés, el muchacho dice que te conoce!”, gritó el viejo, molesto. Al llegar los observó con un gesto fruncido “¿Quiénes son estos dos?”, gritó. El viejo, aturdido por el calor, se pasó la mano por su frente verrugosa y transpirada. “Aquel dice que te conoce, vieja, es Ernesto Pasco”. La vieja fijó la vista en Toy, retrocediendo en su mente, salteando recuerdos y dolores, años de sufrimiento y alegrías dispersas. De pronto preguntó con un tono gastado: “¿Toy?”. “Claro, el sobrino de Ricardo”, respondió Toy. El viejo, comenzó a acercarse hasta la piedras –en donde el agua golpeaba con un desgano violento– y gritó con una sonrisa desencajada y enfermiza: “¡Toy querido, bajá, bajá dale.....bajá por acá, bajá, vení dale.....es Toy, Marta...bajá...bajá!”. Lo decía gritando, moviendo los brazos, acercándose y alejándose de la orilla como si fuera un perro a quien su dueño lo hubiese dejado abandonado en tierra. 

Tanto Comitán como Toy no reaccionaron de manera inmediata al obrar atolondrado que el viejo mantenía desde la costa. Lo hicieron con la tardanza que le toma a la razón volver en sí ante la sorpresa de un acto ilógico e inesperado. “No, sobre las piedras no se puede bajar” dijo Toy con voz serena pero visiblemente perturbado. El viejo volvió a gritar “¡Bajá dale, bajá a conocer, dejá la lancha ahí, no pasa nada, no pasa nada!”. El viejo repetía las palabras como un loro enfermo. Comitán comenzaba a dudar. Toy, sin embargo, seguía observando a las piedras como una amenaza para la lancha. Buscaba una forma de entrar por el canal lateral. El viejo los seguía caminando sobre las piedras, cayendo por momentos, metiendo los pies entre las rocas, lastimando sus tobillos mientras gritaba: “¡Por acá… si, si, así, dala vuelta...acercate!” y volvía a trastabillar. Comitán observaba alarmado como las piernas flacas y huesudas del viejo se raspaban dejando heridas sobre la piel que parecía no sentir.

El desembarco fue algo confuso. El viejo no dejó de dar indicaciones a los gritos mientras que Toy intentaba encabezar la lancha cerca de las piedras pero dejando la  suficiente distancia. Cuando Toy detuvo el motor, Comitán levantó su cabeza y pudo observar la mano del viejo que, tendida, lo invitaba literalmente a colgarse. Comitán la tomó y sintió el tirón del viejo que, lejos de ser lento, lo arrojó a tierra con una fuerza descomunal, impune de cuidados, resultado de la energía nerviosa que al viejo lo habitaba.

Una vez en la isla, el viejo abrazó a Toy en un movimiento sorpresivo que éste recibió inmóvil, con el recelo del que se pone en contacto con algo desagradable pero sin el consuelo de poder evitarlo. La vieja, detrás de los hombres, observaba sin expresión, no se la veía ni alegre ni triste, simplemente estaba ahí. “¡Pasen, pasen, por acá les muestro la casa! ¡Marta!” y, antes de que Toy o Comitán pudieran reaccionar, éste volvía a preguntar: “¿Quieren comer algo?...tengo un lechoncito que recién puse en la parrilla, pasen... ¿tienen hambre?” y nuevamente: “Pasen, les muestro, por acá”. 

Comitán percibía no sólo con intranquilidad sino también con incomprensible actitud todo lo que Toy daba por normal: el seguimiento silencioso de la vieja por detrás –con ese gesto anestesiado, como alguien que está bajo la influencia de alguna droga o, en el peor de los casos, de la droga de los años– o por los movimientos exacerbados del viejo y sus piernas sangrantes, que como una locomotora ruidosa iba delante de ellos. Sólo Toy comenzó a sentir que algo no estaba bien cuando el viejo inició el recorrido por la casilla. Un recorrido que podría pensarse ridículo ya que el lugar era extremadamente pequeño.

El viejo corrió la tela sucia que cubría la entrada del frente y un vaho dulce y húmedo acometió con fuerza sobre el rostro de Toy que iba detrás. “No está nada mal…¿eh?”, dijo el viejo. Comitán, que en el orden de vagones que el viejo encabezaba venía tercero, pudo notar el gesto de preocupación de Toy. La vieja, que venía atrás, cerraba la formación con un paso lento pero que no retrocedía. Toy, desde lo alto de la casilla, observó por última vez a la lancha que se agitaba nerviosa en la costa.

La vieja, desde la entrada, cerró la puerta dejándolos a oscuras, en un acto innecesario, impregnando el lugar de un silencio caluroso que Comitán interpretó como mal augurio. Por fin, terminando con la incomodidad del silencio, la vieja habló: “¿Quieren beber algo?” a lo que el viejo completó sin esperar respuesta “Si, quédense a comer, tengo el lechoncito casi listo”. La vieja lo interrumpió “¡Pará carajo, estoy hablando yo!” Toy, reaccionando al grito de la vieja, intentó calmar la conversación: “No, gracias, de verdad...sólo pasábamos a saludar” e intentó retroceder, arrastrando a Comitán hacia atrás, pero los dos fueron detenidos por la vieja que no cedió su lugar. “No, qué va, de acá no se va nadie, les muestro la casa, por acá, vamos...vamos”. Comitán sintió una flojedad en sus piernas.

Una vez que los tres se encontraron dentro de lo que sería la habitación, el viejo le hizo un gesto a la vieja para que saliera. El calor de ese lugar era agobiante. Los tres hombres permanecieron en silencio, en la oscuridad, con la visión ennegrecida por la diferencia de luz. Estos segundos fueron horas para Comitán que dio un pequeño grito al sorprenderse por el ruido que hizo el viejo al abrir la ventana, iluminando la habitación de golpe, revelando en dónde se encontraban. La habitación era húmeda. Un catre de hierros oxidados dividía el espacio en dos partes simétricas. Sobre el catre, un colchón con sábanas amarillentas por la suciedad y las noches de transpiración, se enmarañaba formando un terreno desparejo. Pero lo más impactante era el olor. El olor a madera orinada como por cien gatos que se hubieran puesto de acuerdo para vaciar sus vejigas y dejar para siempre impregnada su impronta de salvajismo y territorialidad. En uno de los laterales, una puerta entreabierta prometía la imagen difusa de un baño y con él la esperanza del final del recorrido.

Luego del silencio, el viejo volvió a comentar “Sentate en la cama Ernestito, es comodísma, vení, probá” y tironeó a Toy del brazo –con esa fuerza de ancla clavada– obligándolo a caer en varios tiempos por el contrapeso del viejo. Comitán, sin saber qué hacer y frente a los dos hombres sentados dijo: “Me gustaría pasar al baño, si es posible”, “Claro querido, cómo no, vení por acá” contestó el viejo y acompañó ridículamente a Comitán por un recorrido de cuatro pasos minúsculos. El viejo cerró la puerta violentamente detrás de él. Dentro del baño, Comitán llegó a escuchar al viejo que comentaba a Toy: “¿Se quedan a dormir me imagino, no?” y Comitán tragó saliva y vio su imagen pálida y empapada en un espejo pequeño con marcas ocres en los costados. Casi no reconoció la imagen que vio reflejada. Luego, un leve golpe que se repetía a la distancia lo fue sacando de su letargo. Pudo distinguir que el sonido provenía desde el exterior y se acercó a la ventana. Al abrirla sintió el fresco en la cara y tuvo la sensación de que allá fuera la vida aun continuaba su curso sin reparar en su temor. Observó a la vieja que, fuera de la casilla, cortaba troncos de leña de un solo golpe. Tuvo nuevamente la sensación confusa de que una anciana no podía tener esa fuerza.

El viejo –dentro de la habitación– se había sentado en el catre y junto a Toy permanecía en silencio. El calor y los olores dificultaban la respiración de Toy que intentaba hacerlo a través de la boca. Unos instantes pasaron y el viejo habló: “Así que el tío Ricardo, eh” y después de una pausa en la que no dejó de mover su gigantezca cabeza continuó “Te trajeron mis plegarias, Ernestito…”. Toy observó por el vidrio entreabierto a un Biguá que afuera estaba parado sobre un cable, observándolo –o parecía hacerlo– con esa mirada cansina y desconfiada de estos pájaros oscuros y presagiando –creyó este– lo que vendría si permanecía dentro de la casilla. El viejo lo tomó del hombro y le susurró: “Ya no puedo dormir…la vieja…la vieja me va a comer…no es una vieja…es otra cosa”. Toy no comprendió del todo, sin embargo se paró violentamente y abrió la puerta del baño. Comitán permanecía parado, con el cabello mojado, mirándose tontamente en el espejo. “Nos vamos”, dijo sin esperar una respuesta y ambos se enfilaron hacia la puerta con el viejo atrás que no paraba de repetir lo mismo. “Si, bajemos mejor, tengo el lechoncito listo…¿tienen hambre, no?”.

Cuando salieron la claridad de la luz los encandiló. Comitán sintió que volvía de un viaje largo y se sentía cansado. Bajaron las escaleras del frente de la casilla a un paso veloz en el cual el viejo no dejó de hablarles –de suplicarles casi– pidiéndoles que se quedaran. Cuando Toy ya estaba en la mitad de la escalera, Comitán y el viejo, seguían en la parte alta. Esto se debía a que el viejo había tomado a Comitán del brazo para hablarle: “Decile a Ernestito que se quede, querido, tengo un lechoncito listo para comer, no se pueden perder eso…no pueden…no pueden”. Mientras decía esto, el viejo señaló el fondo del terreno que podía verse desde lo alto de la casilla. Comitán giró la cabeza y pudo ver, sobre una base de carbón blanco y humeante, un animal cocinándose de un tamaño imponente, con sus patas cruzadas sobre los hierros calientes –como si descansara en ese pequeño infierno– y con un pelaje extraño que no supo distinguir. Necesitó bajar aún más la vista y ver –a un lado del carbón, cubierta por decenas de moscas zumbadoras– la cabeza de un perro con el hocico grisáceo, que en su último suspiro, había dejado olvidada la lengua afuera, en señal de sorpresa, espantado por el ataque inesperado de la vieja.

El viejo repitió una vez más, con esa energía eléctrica: “¡Quédense…quédense!”. Comitán no podía responder, estaba aún debilitado por la imagen que acababa de observar a la distancia y por la cara del viejo, que lo transportaba hacia un derrotero de incoherencias. Sólo pudo volver en sí al escuchar el grito de Toy, desde la parte baja de la casilla, que lo obligó a bajar. El viejo quedó callado. La vieja, desde la pila de leña observó todo y volvió –resignada ante las despedidas– a sus quehaceres con el hacha.

Todavía agitados, ya dentro de la lancha, recogieron amarras y encendieron el motor que los llevó por el canal volviendo a pasar, lentamente, por el frente de la casilla. El viejo los seguía con la mirada desde lo alto. Comitán prefirió no volver a mirar. Toy, desde su posición de conductor, levantó con pena su mano extendida en dirección al viejo.

Y empezaron a volver.