Desde Barcelona

UNO La idea de Rodríguez era la de ir al cine a ver una de Woody Allen (entendiendo a "Una de Woody Allen" ya como un legítimo y perfectamente reconocible y definible género cinematográfico en sí mismo, tanto como "una de terror" o "una de súper-héroes") después de tanto tiempo de no ir al cine a ir a ver una de Woody Allen y si tantas de terror y de súper-héroes. Y no es que hubiese dejado de seguir la filmografía del director en cuestión; pero ya no salía a verlas: las veía adentro, en casa, en televisión. No fue difícil. Bastó con saltearse una y, enseguida, ya tenía una por año yendo nada más que una por detrás. Si su memoria no lo engañaba, la última que Rodríguez vio a oscuras, en pantalla grande, rodeado por desconocidos, fue Match Point, hace mucho, hace catorce años. Match Point fue la primera vez, piensa Rodríguez, en la que Woody Allen "rejuveneció" una de sus tramas para consumo más juvenil (Match Point jugaba a ser algo así como Crimes sin Misdemeanors). Pero ya antes el cineasta había comenzado a poner en práctica algo que podría ser considerado la woodyficación de otros actores en películas en las que él --por cuestiones de edad-- se ponía sólo detrás de la cámara y que algún exaltado/a de estos días no tendría duda alguna en calificar de pedofilia actoral: el hacer que intérpretes más jóvenes "hagan de" Woody Allen. Y así allí corrieron y tartamudearon y se enamoraron de chiquitas fatales gente como John Cusack, Kenneth Branagh, Jason Biggs, Jesse Eisenberg, Joaquin Phoenix, Owen Wilson y que pase el que sigue. Ahora, se apagan las luces y empieza Rainy Day in New York y Rodríguez descubre y comprende y disfruta del que Woody Allen haya encontrado, por fin, su alter-ego sin arrugas perfecto. Alguien que --a diferencia de sus antecesores en el cargo-- no se limita a imitarlo mal y torpe y fácilmente sino que lo reinventa y lo recrea y, sí, hasta lo mejora: el joven Timothée Chalamet --a quien Rodríguez ya había admirado en roles complicados como el de gay sin estridencias y el de drogadicto en caída libre y a quien ya se muere por reencontrar como Paul Atreides en la próxima Dune del gran Denis "Blade Runner 2049" Villeneuve-- nacido en Manhattan en 1995, pero con todo el aire de querer y poder conquistar el infinito y más allá.

DOS Y, sí, Rodríguez se metió a ver A Rainy Day in New York porque quería salir de ese día de sol en Barcelona. La idea era irse lo más lejos posible sin alejarse. Al menos por una hora y media (unidad de tiempo por la que se miden los films de Woody Allen) de lluvia y calles de Manhattan y ambientes sofisticados (con esa fotografía de Vittorio Storaro) y canciones vintage-standart como la maravillosa "Everything Happens to Me" (que alguna vez cantaron Billie Holiday y Chet Baker) y las peripecias de un joven woodyallenmínido con el fitzgeraldiano nombre de Gatsby Welles pero más cerca del salingeriano Holden Caulfield. Alguien quien --fugitivo de las aulas y descontento ante tanta falsedad y apariencia de su mundo que no es otra cosa que "un fárrago de plutócratas"-- vaga por una ciudad siempre espléndida en busca de una epifanía final hasta encontrarla en, claro, un sitio llamado Central Park. Pero antes, ya a los pocos minutos de comenzada, Rodríguez alcanza su propia iluminación: A Rainy Day in New York es el mejor film de Woody Allen y la película más "una de Woody Allen" en mucho pero mucho tiempo. Y, si de él dependiese, Woody Allen debería seguir a este personaje y a este clima: que lo próximo sea A Rainy Day in San Sebastián (donde por estos días el cineasta otra vez judío errante filma lo que vendrá) y más días lluviosos aquí y allá. A Rainy Day in New York es, también, esa película producida por Amazon Studios y que la mega-empresa decidió archivar sin estrenar por considerarlo "unmarketable" aunque se presume que la vuelta al ruedo polémico de Woody Allen al estallar el tifón MeToo puede haber tenido que ver con la cuestión. Así, enseguida, los actores (Chalamet incluido) donando sus sueldos a causas benéficas y el director, de nuevo, en el ojo del huracán como involuntario protagonista de una trama digna de una de Woody Allen o de uno de los relatos de Cómo acabar de una vez por todas con la cultura: intelectual judío en romance prohibido con su hijastra oriental perseguido por pareja católica y actriz y denunciado por sus otros hijos entre los que se cuenta un periodista investigador de todo eso y demasiado parecido al primer marido de la ex quien no era otro que un muy famoso crooner de origen italiano con vinculaciones mafiosas y quien también versionó "Everything Happens to Me".

Más allá de lo que suceda o haya sucedido, afortunadamente, Amazon devolvió los derechos de distribución a Woody Allen, por lo que la película comienza a verse de a poco y casi pidiendo permiso. Y es una pena: porque A Rainy Day in New York es una perfecta summa woodyana y parque temático de todas sus obsesiones (que incluyen al hombre maduro intentando recuperar el tiempo perdido en los labios de muchachas en flor) y, sí, muchos de los críticos que la vienen desdeñando le hacen el que acaso sea el mejor elogio posible: el de ser una --el de ser otra-- de Woody Allen. De hecho es como cinco de las suyas en una, con el pequeño Gatsby paseándose con paraguas por todas ellas y en la que se respira la melancolía de un Woody Allen que parece aquí tirar la ciudad por la ventana (y el dinero de Jeff Bezos) acaso ya sospechando que iba a pasar un largo tiempo sin filmar en esa ciudad favorita que él ayudó tanto a construir. Porque --como bien dice Gatsby en off-- el tiempo vuela, pero el problema es que vuela en clase turista.

TRES La reconsideración de la obra de Woody Allen en los tiempos que más que correr persiguen es un tema complejo a la vez que tonto. Como diagnostica The Hollywood Reporter "al igual que el tabaco, o la margarina o la Dieta Atkins, las películas de Woody Allen son algo que antes era considerado bueno para ti y que ahora no es más nocivo para la salud”. Es una manera de verlo, pero es un triste modo de sentirlo. Y lo siente (no lo siente en absoluto), pero Rodríguez no lo siente de ese modo.

Así, Rodríguez sale del cine sintiéndose un súper héroe dispuesto a enfrentarse ("La vida real está bien para quienes no les da para más", se oye en una escena de A Rainy Day in New York) a la irrealidad verdadera de una de terror. Hace un sol y un calor impensables para mediados de octubre (días atrás Rodríguez leyó que el Mediterráneo es la zona del planeta más afectada por eso del calentamiento global) y en la calle comienza a juntarse la gente no por amor (ese sentimiento tan ambiguo) sino por lo opuesto (ese sentimiento tan preciso). Y, entre uno y otro extremo, la coincidencia en el lugar común de la tristeza.

 

"Todo me pasa a mí", piensa Rodríguez con tantas ganas de que todo pase; pero sabiendo que esta agotadora y mala película con aún peores actores --y que por desgracia se estrenó y no deja de proyectarse entre llamas y barricadas-- ya viene durando y va a durar mucho pero mucho más que apenas una hora y media.