En la década de 1910, la cultura rusa ostentaba su condición universal al contar entre sus espacios con un local de exhibición en la mansión de Morozov, en la calle Kropotkin 21, en la que se podían visitar obras modernas del arte occidental de los impresionistas franceses decimonónicos, de los posimpresionistas (Vincent van Gogh, Paul Gauguin y Paul Cézanne) al borde del cambio de siglo, junto con las pinturas que empezaban un proceso de deconstrucción formal del espacio plástico de representación en piezas de Pablo Picasso, Georges Braque, Henri Matisse y André Derain, entre otros cubistas y fauvistas.

El influjo temprano de obras como Las señoritas de Avignon (19078) de Picasso, a un año de la muerte de Cézanne, diseminaba en el aire moderno un modo de ver el mundo que rompía con la estética contemplativa heredada del Renacimiento. La nueva imagen formal, apropiada de la sintaxis geométrica de las máscaras rituales africanas exhibidas exóticamente en el Museo del Hombre en París, pasaba a configurar una realidad autónoma y universalizante. Las pautas sensoriales que el artista podía recoger del mundo exterior mutaron en signos expresivos al servicio de la organización pictórica. En Rusia, este aporte fundamental impactó, a principios del siglo XX, en las propuestas del Rayonismo (1910) de Natalia Goncharova y Mijail Larionov, quienes muy rápidamente reordenaron elementos plásticos del Cubismo, Fauvismo y Futurismo, dejando a un lado los modos ilusorios de representación de la realidad.

El año 1912 marcó un punto de inflexión, cuando los poetas y artistas rusos se inclinan hacia las rupturas expresadas por los futuristas en Una bofetada al gusto del público, manifiesto colectivo impulsado por Maiakovski. Es el primer escrito de autopercepción de un “nosotros” que buscaba ampliar los sentidos del arte con nociones nuevas.

Ese salto estético también emerge en la obra de Vladimir Tatlin, cuando observa los collages, y relieves de Picasso en París y empieza a imaginar nuevos artefactos materiales que devendrán en los contrarrelieves constructivos, iniciados entre 1913 y 1915. Realizados en hierro, madera y tensores para ser colgados en cualquier espacio, las piezas de Tatlin transgreden la lógica escultórica que entendía la espacialidad y sus formas de manera cerrada, de bulto o masas antropomorfas, sostenidas por un basamento (plinto) y erigidas verticalmente. La iniciativa de Tatlin da vuelta el sentido escultórico tradicional y abre un insospechado panorama experimental para pensar el espacio tridimensional distribuido horizontalmente, ampliando el lugar compartido por el espectador.

Otro de los artistas que marcó las derivas de la plástica moderna hacia el arte abstracto fue Kazimir Malevich. Indudablemente, inició el recorrido más revulsivo y emancipado de la tradición pictórica representativa a través del Suprematismo. Era la suya una experiencia radical que abandonaba todo marco de referencia espectral. Afirmaba la supremacía de una nueva sensibilidad plástica que alcanzaba la pureza, y sobre esa base se debía crear un nuevo sistema arquitectónico. El concepto “arquitectónico” era mucho más amplio de lo que el término define en sí mismo. Se trataba de una manera de configurar y gestar otras realidades, como plantea en su manifiesto: “fue la primera forma de expresión de la sensibilidad no-objetiva: cuadrado=sensibilidad; fondo blanco=la Nada, lo que está fuera de la sensibilidad”.

El límite que violentaba Malevich --la pintura como ilusión del espacio de la ficción del plano-- abría las puertas para la creación de un espacio y un tiempo concretos en una determinada coyuntura histórica. La frontera “destructora” de Malevich era el indicio de un camino constructivo que debía “renacer a una vida nueva en el arte puro (no aplicado) del Suprematismo, y debe construir un mundo nuevo, el mundo de la sensibilidad”.

Su obra de ruptura fue Cuadrado negro sobre fondo blanco, presentada en la última exposición futurista “0,10” de 1915, en Petrogrado, junto con una treintena de piezas.

El origen temprano de estas ideas llegaba de la mano del italiano Filippo Tomasso Marinetti a través del primer Manifiesto futurista, publicado en 1909. El Futurismo cantaba a las máquinas y al rugido de los motores, a un nuevo hombre absorto por la expansión de lo mecánico, en artefactos, que multiplicaban el arte de los ruidos industriales. Esa visión cambiante del mundo, sin embargo, se recluía en la pintura de caballete, en grandilocuentes y soberbios manifiestos de tono imperativo, violento y misógino, o en libros de limitada circulación, que retrasaban sus vocabularios y códigos artísticos, al reproducir los eslabones más institucionales del arte burgués.

Sin embargo, en el caso ruso-soviético, la diferencia es fundamental. Luego de absorbidas sus ideas, la impronta del Futurismo quedó atrás, al igual que el rechazo a la figura de Marinetti durante su estadía en Moscú en 1914. La réplica más violenta al escamoteo del Futurismo fue fundamentada por Naum Gabo y Antoine Pevsner en el Manifiesto del Realismo, de 1920. Allí, la crítica hacia Marinetti es descarnada:

“Tras la fachada del Futurismo solo había un vacuo charlatán, un tipo hábil y equívoco, hinchado de palabras como patriotismo, militarismo, desprecio por la mujer y parecidas sentencias provincianas. En cuanto a los problemas estrictamente pictóricos, el Futurismo no pudo hacer más que repetir los esfuerzos, que ya fueron inútiles con los impresionistas, por fijar en el lienzo un reflejo puramente óptico. Hoy todos sabemos que el simple registro gráfico de una secuencia de movimientos momentáneamente fijados no puede recrear el movimiento. Solo recuerda el latido de un cuerpo muerto”.

La exaltación de los futuristas italianos se ve trastocada en la lectura crítica que hacen Gabo y Pevsner, alcanzando una nueva concepción del espacio y del tiempo en dimensiones concretas. Sin embargo, estos artistas no estaban del todo convencidos de desligarse de la legitimación que implicaba formar parte del arte moderno burgués. Sus posicionamientos neutrales ante la Revolución marcaron a las claras los límites autoimpuestos y las diferencias con el compromiso social asumido por los constructivistas como Tatlin, Rodchenko y El Lissitzki, de llevar sus expectativas vanguardistas al terreno de la propia vida cotidiana.

* Fragmento del prólogo del libro Bofetada al gusto. Un recorrido por la vanguardia ruso-soviética de 1912 a 1930, del que son compiladores, y que acaba de publicar el Centro Cultural de la Cooperación Floreal Gorini.