Mauricio Macri congregó a su propia multitud en la Avenida 9 de Julio el pasado sábado 19 de octubre. Su “17 de octubre” sin obreros, una masa de personas que no fueron a inaugurar, sino a despedir…
Preeminencia de gente mayor a los sesenta años. Es una de las marcas de estas marchas blancas que nacieron al calor de los cacerolazos contra el gobierno anterior. Marchas que se jactan de no tener micros ni choris. Con sus carteles a mano se ponen por fuera de los “aparatos” de la política. Se disputa el término manifestar, salir a la calle, solamente en tanto se constituyen como la contracara de las otras. Su marca de distinción también está en el orgullo de no romper nada ni tirar papeles al piso. Odio y desprecio se expresan de otras maneras.
Épica blanca que nació estos años, placer por apropiarse de la vida democrática en las calles que durante décadas solo fue de militantes, estudiantes, docentes, sindicalistas, jubilados pobres, planeros y organismos de Derechos Humanos.
Algo se acaba, pero también algo se fortalece. Habitantes silenciosos de nuestra Argentina, el subsuelo de la antipolítica, que vieron siempre de costado y con desprecio las luchas democráticas y que, salvo esporádicamente y sin protagonismo, ocuparon las calles desde 1983.
Vienen construyendo su propia épica: ser la resistencia moral y republicana de una Argentina que, a sus ojos, mayoritariamente prefiere no trabajar, que el Estado le resuelva sus problemas, a la que no le importa la corrupción y la que vota con la heladera. “Vagos, corruptos y progresistas” son parte de esta mayoría electoral que tiene “postrada” a la Argentina.
Se saben minoría y pudieron por primera vez sentir que ganaban las elecciones, que llegaban al gobierno. Pero esta corta experiencia, tan dificultosa, llega a su fin. La alegría no es porque crean que lo dan vuelta. No. La épica no está en ganar lo imposible, sino en convertirse en actores de la Argentina que se disputa desde hace tiempo también en las calles.
Dejaron de ser solo el 30 por ciento electoral disperso, que salen de sus casas a votar por la derecha e insultar a la política. Son parte de una epopeya regional: la foto que tiene a Cristina como un inflable preso es calco de la que usan en Brasil para festejar la cárcel de Lula.
Esta marea blanca, multitudinaria, se sabe minoría. Pero su orgullo justamente es ese: asumir el sentimiento de las clases dominantes a las que admiran y solo pocos pertenecen. Formar parte de la minoría que puede tomar las calles y disputar las elecciones es un orgullo. Una minoría que se constituye en sujeto visible que viene a quedarse, ahí radica su épica.
* Guillermo Levy es sociólogo y docente (UBA).