Las obras que expone Andrea Ostera hasta el 30 de noviembre en la galería de arte Diego Obligado (Güemes 2255, Rosario) dejan la inquietante sensación de que las máquinas (y el mercado) saben más de los humanos que nosotros mismos. Por extraño que parezca, en varias de estas 11 operaciones combinadas Ostera explora fotográficamente las posibilidades enunciativas de la inteligencia artificial.
El futuro llegó. El nombre de la mente sin alma que nos lee a cada clic es algoritmo. Ostera (operación 3) lo separa en dos palabras: "algo" y "ritmo". Ese ángel matemático atesora, en los akáshicos pliegues de su memoria de silicio, cada respuesta que damos distraídamente a los emails. Artista conceptual de la fotografía, arqueóloga salvaje del pasado tecnológico reciente ("anacronismo", para el crítico Hal Foster, es una de las categorías de la belleza dentro del arte de vanguardia), Ostera conecta los puntos de la historia oral de la comunicación en ecuaciones metonímicas visuales que entre líneas dicen así: el email es la nueva postal.
Sus postales, entonces, literales postales actuales a la antigua (operación 2), registran las hileras de tres casilleros con breves respuestas predeterminadas opcionales, diseñadas por Google a partir del análisis automático de probabilidades, configurándose así en cada postal un perfil psicológico del remitente. Uno o una o une puede, sin saberlo, ser agradecido y alentador hacia el otro (¡Genial! ¿Qué te parece? ¡Gracias!), burlón (Jajaja. ¡Impresionante! ¿En serio?), asertivo pero cauteloso (Sí. Sí, no hay problema. No creo.), informal (Dale, no hay drama. ¡Genial! Mañana no puedo.), un viajero dispuesto a perdonar (Nos vemos a la vuelta. ¡Todo bien! Que te vaya bien) o depender de las decisiones ajenas (¿Qué te parece? Ok. ¿Qué hacemos?)
En el campo, la conexión a Internet es lenta y las imágenes bajan despacio. Con una curiosidad casi de extraterrestre, Ostera aprovecha la espera para tomar nota del texto que Facebook entrega en lugar de la imagen (operación 1). Esos textos son obra de un robot poeta que supera a toda la poesía argentina de los '90 en el manejo del recurso estilístico (vanguardista, una vez más) de la enumeración caótica. Cada estrofa, o poema, empieza diciendo: "Esta imagen puede contener…". El robot poeta es un objetivista tardío. Andrea dibuja sus versos con distintos matices de grafito sobre papel cuadriculado fino, como si el robot tuviera un cuerpo con el que llenar cuadernos y le gustaran los tapices bordados en punto cruz, tan pixelados ellos: "Esta fotografía puede contener: / dos personas, / personas sonriendo, / personas bailando/ personas en el escenario/ noche".
El robot poeta ordena el mundo en categorías bizarras, desjerarquizadas; heterotopías, dijera Michel Foucault a partir de cierto cuento de Borges. "Esta fotografía puede contener: / taza de café/ bebida/ cielo". Los nombres completos de las personas etiquetadas en cada foto ausente saltan en cada texto para diseñar un sociograma de las sociabilidades del titular de la cuenta. A esta altura queda claro que esta muestra no es recomendable a paranoicos; a nuestro presente, la ciencia ficción de Philip Dick le queda chica.
Por momentos, el humor de Ostera es dickeano, se parece al del autor de Blade Runner: un humor negro que interroga filosóficamente la diferencia entre lo humano y lo no humano. Pero el arte filosófico de Ostera no se reduce sólo a la antropología del presente y futuro, sino que desborda hacia una epistemología de la fotografía, donde se cuestiona su función tradicional como huella e indicio del mundo.
Y en esta tensión entre las preguntas por quién hace y qué, el filosofar de Ostera es en acto. Sus "operaciones" la sustraen al lugar romántico del artista. Su posición de autora oscila entre las funciones de productora, editora, asistente y aquello que Lacan llamó "el escriba del alienado".
El "alienado" que produce sería (en los casos analizados) el robot, pero también, en otras obras, la foto misma: su materialidad como papel impregnado de sensibilidad química que va cambiando a medida que pasa tiempo bajo la luz. Esta condición mutable del papel para la copia fotográfica (papeles viejos, inútiles, "vencidos": a tomar nota de las connotaciones ideológicas antropomorfas de esta serie de adjetivos) se obtiene simplemente omitiendo el paso del fijado. Así, ciertas piezas (operaciones 3, 5, 7 y 8) "siguen trabajando", como explica el galerista, durante la (en todo sentido) exposición.
Hay implícita en esta muestra una sana y sutil crítica (en el sentido de poner en crisis) al sistema del arte, a sus roles fijos como los que describía Cortázar en su cuento El perseguidor: un artista genial (negro) atrapado en la locura de un hacer creativo enajenante, versus el crítico (blanco) que ordena, observa, organiza. En Ostera, el artista loco es la máquina. O la emulsión. Su artisticidad, en cambio, incluye los procesos de pensar; ante todo, pensar el diseño de las condiciones de posibilidad para que el dispositivo haga algo.
El arte de Ostera desborda hacia una epistemología de la fotografía, que cuestiona su función tradicional como huella e indicio del mundo.
El conceptualismo exquisito de Andrea Ostera erotiza obsesivamente el pensamiento. Provoca placer sensible, a la vez que intelectual, como en el proceso y resultado de su serie de decisiones para la operación 4: "Elegir letras que son formas geométricas: I, A". No lo dice en su texto (operación 11) pero (avisa el galerista) son las siglas de Inteligencia Artificial. Andrea, a esa geometría modernista, la pinta con luz sobre papeles emulsionados. Conoce a fondo, por su oficio de fotógrafa, la irónica relación directamente proporcional entre tiempo de luz y oscuridad: más luz recibe, más se oscurece. Al fin, los cuelga en nostálgicos marcos de madera lustrada, gris sobre marrón.
De exponer estas sutilezas se trata. Filósofa de la fotografía, Ostera trabaja sin supuestos. Nada es dado por sentado respecto del medio. Todo es interrogado. Cada detalle cuenta. En las operaciones 9 y 10, ella rescata de los negocios especializados el óleo fotográfico y la témpera fotográfica, materiales comerciales para retocar fotos analógicas y cuyos fabricantes predefinen (ya desde el nombre del producto) cuál va en árbol, cielo, mejilla, labio o piel en general.
El retoque era una tarea femenina. Andrea proyecta fotos viejas sobre copias donde ha impreso negativos subexpuestos (lo cual da un cierto matiz de blanco); las retoca y apaga el proyector. Quedan unos puntos de colores, invocando al mundo, allí donde su reflejo ya no está.