En las primeras noches de calor, las que auguran el comienzo del verano, las veredas de los barrios de Formosa se llenan de gente que conversa, mira la televisión, incluso a veces cena en unas silletas hechas con tiras gruesas de plástico, coloridas, que tienen la capacidad de transformar cualquier espacio público en el living de tu casa. Si ya sé, seguro es una costumbre de muchas otras provincias también, pero acá está como institucionalizado. Incluso acunamos un verbo para describirlo: veredear. Lo busqué en internet pero no hay una definición oficial, sí un montón memes muy divertidos. Mi preferido es el de una tal @Jesucha que no conozco de nada pero que nombro para citar la fuente (hay ciertos vicios de la academia que es mejor no perder). Dice así: “Veredear: sentarse en la vereda de tu casa con una persona a ver pasar los autos, o las estrellas”. Mi definición sería: “Dícese de la acción de una o más personas que se sientan en la vereda de una casa, transitando el tiempo sin ningún fin productivo, o de consumo. En ocasiones la acción -o inacción- puede ir acompañada de la ingesta de tereré o mate.” El tiempo por estos lados es muy barato, así que la gente se junta a compartirlo, o a perderlo en compañía. Quizás sea ese uno de los pocos beneficios de ser parte del margen de un país.
Cuando vivís en una provincia donde se veredea y pateas la calle, la gente te observa. Y si estás veredeando la podés observar. Esa es la ley. Yo creo que descubrí el cine veredeando en la puerta de mi casa. Aprendí a observar perdiendo el tiempo. Aprendí a observar perdiéndome en el tiempo.
La contracara de eso es que te ves mucho con tus vecinos. Y eso a veces puede ser complicado. Como el vecino evangélico que vive frente a mi casa, y se sienta religiosamente todas las tardecitas con su esposa que no habla, hasta que el hijo y sus amigues de la iglesia lo suceden, cuando cae la noche. Desde que tengo uso de razón, recuerdo a ese vecino sentado con su panza prominente, en esa misma silleta. Me saluda levantando la mano parsimoniosamente. Yo lo saludo moviendo la cabeza para arriba cuando entro y salgo de casa, y por unos instantes, me lo imagino en la iglesia escuchando al pastor hablar del demonio. ¿Pensará que soy la encarnación del demonio? No leo en su cuerpo rechazo, sino una cordialidad inquietante. Nuestra relación no es muy tensa, quizás porque yo tengo más dinero que él y eso me coloca en una situación de poder, a la que él no desea -o no sabe cómo- enfrentarse. Su casa es precaria y la mía tiene aberturas de aluminio. El anda en moto y yo ando en auto. Ninguno de los dos es rico, pero esos detalles marcan una diferencia que quizás, pienso, me protege del odio de su religión. O por ahí ni piensa en que soy lesbiana butch, porque está más ocupado tratando de rescatar un poco de oxígeno en los 40 grados del aire veraniego. Como sea, no le tengo miedo a mi vecino evangélico, sí al avance del evangelismo en la ciudad.
Hace unos meses, un día de semana a la siesta mientras esperaba el colectivo para volver del trabajo, en pleno centro del mercadito paraguayo (uno de los mercados más grandes de la ciudad), un grupo de 8 o 9 personas desembarcaron de una camioneta, con un parlante y unas remeras coloridas. Bailaban y aplaudían una canción que hablaba de dios, repartiendo volantes mientras un señor que asumo era el pastor, comenzó a predicar a los gritos la llegada de otro pastor, que venía para una campaña de milagros. Yo estaba anonadada y un poco asustada, porque a mi lo lesbiana se me nota en el cuerpo. Por suerte llegó el colectivo y me fui. Las campañas de milagros parecen ser un boom, porque hay muchas y las publicitan de formas distintas. Ahora está de moda usar un auto con parlantes, que escupen la misma voz del locutor que publicita la llegada de tal o cual circo. Ahora también se suben al colectivo a predicar. Mi novia Alba ya se cruzó discutiendo con varios, porque tener que escuchar a alguien gritarte no se que mierda de dios, mientras vas al laburo, es como el sumun de la alienación, y no, no y no. Alba no es de andar dando vueltas y cuando se pone firme, te baja un evangélico del colectivo.
La cuestión es que están en el espacio público desplegándose con todo. Incluso tengo la teoría de que, mediante algún método chamánico, lograron colocar luces de neón azules en la cruz de como 7 metros que hay en la entrada a la ciudad. Se supone que es católica, pero una cruz de neón azul es el ícono evangelista por excelencia, a mi no me joden.
Disculpen si me desvié de la idea principal, la editora dice que tengo que mantenerme en una sola idea pero cuando escribo es como si veredeara. Me pierdo en el tiempo, siguiendo un pensamiento y después otro, hasta que me asalta el sonido de un altoparlante “Campaña de fe y milagros” en la canchita del barrio Fontana. Sentada en la vereda de casa recuerdo una escena del documental de Petra Costa “Al filo de la democracia. Está en el interior del recinto justo antes de comenzar a votarse el impeachment (el golpe institucional) a Dilma Rousef. Un grupo de hombres vestidos de traje, mayoritariamente blancos, avanza con carteles verdes y amarillos gritando “chau querida”, otro grupo grita “democracia”. En el minuto 62, los de carteles verdes y amarillos rezan en círculo con los brazos en alto. Más que rezar, debería decir que están orando. Es el método evangelista, lo he visto muchas veces y ellos lo llaman de esa manera. De repente me molesta estar perdiendo el tiempo. Quiero hacer algo pero no sé muy bien qué, excepto estar aquí. veredenado frente a mi vecino evangélico. Que sepa que existo. Que la frontera también es nuestra y no, no nos vamos a ningún lado.