En una carpeta está guardado, amarilleado y arrugado, como un objeto nostálgico de un tiempo cruel pero simple. Doblado, tiene una tapa con soldados aliados al ataque, un dibujo en el que todavía había bayonetas. Desplegado, muestra un mapa de Europa y uno del Pacífico marcando las posiciones del Eje y los ataques soviéticos y americanos. El mapa se vendía a principios de los cuarenta en cualquier kiosco argentino, para que se pudiera seguir la enormidad de la guerra contra Hitler. Ahí se veía clarito, clarito, cómo la marea nazi y japonesa había crecido y luego, de a poco estaba siendo empujada. De un vistazo se entendía.
Contale esa a un veterano de Vietnam.
La guerra del viejo mapa fue la última en tomar continentes enteros, en tener líneas de frente y retaguardia, en dar por salvado lo que ya se había tomado con un desembarco o una legión blindada. Si tomabas Crimea, te quedabas con Crimea. Si conseguías Tarawa, ya tenías Tarawa. Si pisabas la arena de Normandía, era tuya. Lo que siguió fue un tipo de combate difuso, disperso, de una crueldad nueva, con actores decididos a no perder por el simple expediente de no dejarse agarrar por el enemigo grandote y bien armado. En 1945 explotan las guerrillas en Asia, guerrillas de poca arma y mucha política, asentadas en la legitimidad popular y la enorme bandera de la independencia nacional.
Hoy varios de estos movimientos quedaron medio olvidados, sobre todos los que se alzaron en algún rincón del Imperio Británico. Los ingleses, zorros, entendieron mejor qué estaba pasando y actuaron con una mezcla de habilidad política, zanahoria para sus cipayos y garrote para los insurrectos. Fueron, de hecho, los únicos en ganar una guerra de guerrillas, en Malasia, con tropas que mezclaban nativos fieles con comandos. Los que se ensartaron y mal fueron los franceses, y después los norteamericanos, que se compraron su guerra en Indochina y se pasaron veinte años perdiendo hasta aceptar que perdieron.
Max Hastings es un periodista, ex corresponsal de guerra e historiador militar británico que se anima a ponerle claridad a temas oscuros o aparentemente claritos. En Armagedón, Hastings se encargó de la caída de Alemania ante el espectacular martillo soviético, una campaña que se da por sabida. Pero el inglés subraya que fue ahí, en esos meses finales entre Polonia y el Reich, en que la Wehrmacht fue efectivamente destruida y luego masacrada como una conejería. Que la caída de Berlín fue una de las mayores batallas de la guerra y de las más sangrientas. Este parámetro marca y da sentido a todo el relato del libro. En el caso de esta masiva historia de la guerra de Vietnam, su eje es la política: ni el norte ganó por las armas, ni el sur perdió por las armas. Un bando mostró una claridad absoluta y una capacidad de sacrificio que el otro lado nunca pudo ni aspirar a empardar. Lo que Ho Chi Minh primero y Le Duan más tarde entendieron fue que la lucha de liberación nacional no podía ser liquidada por la tecnología, el poder de fuego y el dinero de los norteamericanos. Fue una lección que se repetiría en lugares como Iraq y Afganistán.
LOS PRECURSORES
La historia de la guerra de Vietnam empieza en francés y en el siglo 19, cuando París no se resigna a ser la segunda potencia mundial, después de Londres, y se dedica frenéticamente a invadir países más débiles. México sale mal, pero media Africa queda bajo la tricolor, junto con cantidad de islas del Pacífico, concesiones comerciales en la costa china y el litoral de la península indochina, un viejo país llamado Vietnam. El problema con las colonias es que esto de que un grupo de extranjeros domine naciones enteras se basa en una mezcla de poder y mito. El blanco es civilizado, poderoso, superior y va a estar en tu país para siempre, enseñándote a no ser más como sos y a ser más como es él. Hasta que un buen día llega la noticia de la caída de París a manos de un enemigo.
Vietnam quedó en manos del gobierno de Vichy, esto es, controlado aunque sea pasivamente por los nazis. Un buen día desembarcaron los amigos japoneses, encantados de hacerse de más territorios sin combatir y poder exportar a sus islas los materiales que necesitaban y que los franceses proveían sin discutir. En marzo de 1945, meses después de la liberación de Francia, los japoneses dieron un golpe de estado y declararon Vietnam parte de su imperio. La movida terminó de decidir a los aliados, que ya andaban entrenando vietnamitas exiliados para que combatieran a los japoneses. Bien armados, con radios y conocimientos militares, estos vietnamitas volvieron de contrabando a su país. Iban asombrados de que los ingleses no les habían preguntado lo más fundamental: eran todos comunistas.
Ho Chi Minh los recibió con los brazos abiertos. Ya era el líder de la resistencia, primero a los franceses y luego a los japoneses, bajo la simple consigna de que todos eran ocupantes coloniales y, para colmo, fascistas. El Vietminh ya era el único grupo capaz de hacer algo más que rezongar, una fuerza política coherente que tenía base propia, defendida a balazos, en el noroeste del país, en la frontera con China. La guerra, se suponía, iba a durar años porque faltaba sacar a los japoneses de decenas de islas, de buena parte de China y de lugares como Vietnam. Pero la bomba atómica la terminó de golpe, en agosto de 1945, y Ho entró en Hanoi y proclamó la independencia absoluta de su país: “los franceses han huido, los japoneses se han rendido, el emperador ha abdicado y nuestro pueblo rompió sus cadenas”.
Curiosamente, ya había norteamericanos en la península, agentes de la OSS, la precursora de la CIA, que estaban encantados con Ho, al que tampoco le habían preguntado si era comunista y comparaban hasta con Washington. No iban mucho por los territorios liberados, donde ya se expropiaban las tierras y se repartían a los campesinos, y donde la propaganda era abiertamente stalinista. Tampoco hablaban con Vo Nguyen Giap, que preparaba una guerra a cualquier costo si los franceses volvían. Hubo, en esos días de confusión, un ejemplo cercano que podría haber evitado la catástrofe cuando los británicos le dieron la independencia a la península de Málaca, dejando a cargo una clase política viable. Los franceses, en cambio, publicaron un largo manifiesto imperial, negando toda posibilidad de independencia, y pidieron ayuda a sus aliados. En septiembre hubo un desembarco en Saigón de tropas británicas e indias, que “pusieron orden” reclutando hasta a los japoneses que se habían rendido. Por el norte, Chiang Kai-shek mandó 150.000 tropas chinas, pedidas por Washington y todavía recordadas por el sistemático saqueo de todo lo comestible o vendible, y porque le vendían sus armas al Vietminh. Los franceses tardaron más en juntar tropas y mandarlas, lo que le dio a Ho un año para fortificarse en las montañas selváticas del norte y liquidar toda oposición interna. Las ciudades y el sur quedaron en manos coloniales, el norte y el campo en las de los comunistas. Y así comenzó la primera guerra, que costaría noventa mil vidas al ejército francés y centenares de miles a los vietnamitas.
APOCALIPSIS NOW
A partir de 1947, en el norte maniobraban grandes formaciones militares, con el Vietminh llegando a desplegar setenta mil hombres y verdaderas armadas de porteadores. En el sur las guerrillas recorrían el campo y las ciudades sufrían atentados de todo tipo. Los franceses comenzaron a hacer de las suyas, con secuestros y torturas, y crearon una red de fortines y miradores rurales para tratar de controlar el campo. Millares de tropas recorrían el campo en grandes operativos buscando a los elusivos guerrilleros, quemando aldeas y arreando sospechosos, y usaban brutales barreras de artillería a la menor resistencia. Los guerrilleros tampoco andaban con vueltas y si tomaban un prisionero vietnamita en uniforme francés lo destripaban frente a los campesinos.
En 1949, todo cambió con la llegada de Mao al poder en China. Súbitamente, Ho tenía un vecino amigo que le pasó armas norteamericanas tomadas a los nacionalistas y armó academias militares y campos de entrenamiento en lugares seguros. Cientos de asesores chinos cruzaron la frontera y dirigieron operaciones contra los franceses, que sufrieron un desgaste enorme. En el noroeste ya estaban hace rato confinados a los pueblos y los caminos; en 1949 empezaron a perder hasta eso. El Vietminh tenía por primera vez morteros y cañones, y sus tropas se maravillaban de los sombreritos de papel chinos, impermeables, que permitían que la lluvia no les diera en la cara. El 16 de septiembre de 1950, cinco batallones comunistas a las órdenes directas de Giap atacaron la base francesa de Dong Khe y la tomaron después de 52 horas de feroces combates. Por primera vez, los franceses perdían una batalla convencional contra los vietnamitas. Giap redirigió sus sesenta mil hombres y atacó otras bases. Los franceses empezaron a retirarse del norte en convoys que eran sistemáticamente masacrados. El Vietminh había perdido casi veinte mil hombres, pero había sacado a los franceses de casi todo el norte. Las pérdidas vietnamitas eran un secreto, el desastre francés estaba en los diarios.
Y ahí se metió Washington. Francia le pidió dinero y equipos a Estados Unidos, que andaba estrenando la teoría del dominó: “caída” China, había que evitar que otros países de Asia se hicieran comunistas. Hubo un gran debate entre las almas lúcidas que se veían venir el desastre y la mayoría que quería combatir, y para 1953 Estados Unidos pagaba el ochenta por ciento del costo de la guerra. Eran miles de camiones, decenas de miles de armas, millones de balas y cientos de aviones que llegaban a Vietnam ya pintados con las escarapelas francesas.
A todo esto, el mundo fuera de Estados Unidos ya había asumido que Francia iba a perder. Faltaba el disparador, que fue amablemente producido por el general Henri Navarre, decidido a hacer una demostración de fuerza destruyendo al menos una de las seis columnas de Giap. Navarre decidió retomar la base de Dienbenphu, a 280 kilómetros al oeste de Hanoi, cerca de la frontera con Laos y sin mayor valor estratégico. Navarre era un engreído que simplemente no podía creer que unos asiáticos pudieran ganarle y no se molestó en hacer mayor inteligencia. Ho, en cambio, tenía un mapa detallado de todo lo que hacían los franceses. El 20 de noviembre de 1953, cuando los primeros paracaidistas franceses y vietnamitas saltaron en el valle de Dienbenphu, Giap los estaba esperando. A balazos y con fuertes bajas, los franceses establecieron un perímetro, retomaron la pista de aterrizaje de la base, recibieron refuerzos y vehículos, cavaron bunkers. Llegaron a tener doce mil hombres y varias baterías de artillería, y llegaron a sentirse ganadores. Lo que no sabían era que las tropas de Giap estaban confluyendo a su posición, con miles de campesinos abriendo trochas en las montañas para llevar suministros y cientos de soldados ampliando una serie de cavernas cercanas para esconder sus cañones. El Vietminh se tomó hasta marzo de 1954 para atacar, comenzó a roer los bordes de las posiciones francesas y las bombardeó de día y de noche. Navarre se enteró entonces que todas las rutas estaban cortadas y no tenía manera de mandar suministros a los sitiados. El siete de mayo, los sobrevivientes del sitio, heridos y muertos de hambre, se rindieron.
Entonces se comenzó a negociar, en Suiza, una salida elegante y Washington terminó de comprarse la guerra. El ejército colonial sangraba de deserciones de vietnamitas que no veían por qué tenían que morir por los franceses, que sufrían paliza tras paliza en el norte. El 21 de julio se dividía Vietnam en dos, con la frontera en la parte más estrecha del país. Los rusos lo habían propuesto y los americanos, fastidiados, lo aceptaron como el mal menor. El fastidio era múltiple, porque ya se habían gastado 2500 millones de dólares en ayuda militar, una cifra fabulosa en la época, superior a lo que le había tocado a Francia en el Plan Marshall. El 9 de octubre, con una ceremonia de bandas y banderas que parecía un triunfo, los franceses dejaron Hanoi. Lo que no pudieron llevarse lo quemaron o lo volaron. Ni teléfonos dejaron.
Curiosamente, las guerrillas del Vietminh abandonaron el sur. Casi 200.000 combatientes y 90.000 parientes caminaron hasta el nuevo estado comunista del norte. En el sur, aparecía el primero de una larga lista de dictadores inoperantes, el general Ngo Dinh Diem, que inauguraba lo que pareció ser el método de gobierno del flamante Sur, el golpe de palacio después de una interna militar. Cuando en 1956 los últimos franceses se fueron de Saigón, Diem ya estaba instalado con un aparato represivo en funcionamiento. Ho percibió que Francia ni pensaba hacerse cargo de su criatura, ni llamar jamás a elecciones. Así, por la mano dura del dictador, renació la guerra en el Sur.
En 1959, Hanoi se encontró con que tenía que seguir la guerra. Así se reclutaron los exiliados del sur para que volvieran a sus pagos a combatir y se creó la Ruta Estratégica 559, famosa como la Ho Chi Minh, que recorría las montañas hacia el sur y entraba en Laos cuando le convenía. La guerrilla comenzó a atacar puestos aislados y bases enemigas, y en julio de 1959 mató a los dos primeros norteamericanos que morirían en Vietnam, dos asesores militares de la Séptima División de Infantería de Vietnam. En 1960, el ahora rebautizado Vietcong comenzó una campaña de ejecuciones de cualquiera que sirviera en cualquier puesto al gobierno de Saigón, que respondió con razzias de enorme crueldad. Para fines de ese año, los comunistas controlaban un tercio del sur y el ejército de Saigón, armado y entrenado por Estados Unidos, parecía impotente.
Los americanos pasaron de enviar asesores a colocar tropas. Pocos cientos en 1960, algunos miles en 1961, dieciséis mil para 1963, un crescendo que pasó el medio millón en 1968. Robert McNamara, ministro de Defensa de dos presidentes, quiso ganar esta guerra usando computadoras. Sucesivos generales propusieron usar bombas atómicas y usaron napalm y defoliantes. Aldeas, valles y cerros pasaron de mano en mano una y otra vez. Hubo atrocidades indecibles, campañas de bombardeo aéreo masivas, frases famosas y ahora incomprensibles como la ofensiva del Tet o el sitio de Danang. La guerra fue un empate fluido en el que un bando no podía ganar militarmente y el otro era impotente políticamente. Watergate liquidó la voluntad norteamericana de andar por arrozales impronunciables sin saber muy bien por qué. Estados Unidos, tan desorientado como antes Francia sobre por qué estaba en Vietnam, se retiró en 1973 y siguió gastando fortunas en mantener la guerra en marcha. En 1975, después de treinta años de combates, caía Saigón y los últimos extranjeros de uniforme se escapaban en helicópteros. Habían muerto dos millones de civiles, un millón de combatientes del Vietcong y del ejército norvietnamita, 250.000 soldados survietnamitas y 58.000 norteamericanos.
Y en los libros de historia queda esta tragedia, la que Apocalipsis Now pintó como una locura, una magia negra, una neurosis.