“A mí me gustaría ser independiente, trabajar, ver a mi familia pero hacer las cosas yo sola.” La piba tiene entre 12 y 17 años. Va a la escuela regularmente, se hace cargo de sus hermanxs, lava la ropa, limpia la casa de punta a punta. Le gusta el reggaeton y baila twerking. Pero no lo puede hacer fuera. Es peligroso andar por ahí. Para ella que es una piba y vive en el Bajo Flores. Quiere ser independiente, vivir sola. Todo le erosiona el deseo. Pero lo dice y ese poder decir algo que quiere empieza a rasgar el mundo, a calcular su propio tiempo.

Algunas pibas del barrio cuentan que sus hermanos salen a bailar mientras ellas se quedan en sus casas, esperando un permiso familiar que no llega. Además de todas las exclusiones que marcan los cuerpos de lxs pibxs del Bajo, ellas son excluidas de los espacios para “hacer con otrxs”. No tienen lugar para ranchar en el barrio. Este tipo de constitución de lo social priva a las adolescentes de cierto tipo de diversión a la que los varones están acostumbrados y habilitados. Suelen vivir encerradas y salen para ir a la escuela cuando las cuestiones del hogar dejan de tener prioridad. En la privación del derecho a la diversión, las pibas del Bajo Flores se atreven a correr el riesgo de irse de sus casas exponiéndose a las violencias del barrio. Se atreven a desear algo distinto. ¿Por qué una piba decide arriesgarse la vida, escapar y desaparecer un buen rato, lejos de su territorio? Tal vez porque no haya pedazo de tierra en la que pueda sentir que hay algo que pueda hacer con lxs demás. Las redes sociales empiezan a convertirse en ese territorio compartido. Llega un saludo por Instagram. La piba se siente comprendida, linda, deseada. Hay una promesa de “algo distinto” que la sacaría de ese mundo de encierros. Aparece la posibilidad de ser salvada por alguien que la mira, la cuida y la desea. Tan solo con un mensaje. Y se rajan. Aparece la desesperación de su búsqueda. En la comisaria no quieren tomar la denuncia: “Se cayó el sistema”, “hay que esperar 24 horas”, “seguro se fue con el noviecito”, “tienen problemas familiares”. Las familias recurren a la escuela, a las organizaciones del barrio. Las buscamos, con las herramientas que construimos desde la militancia, estrategias comunitarias austeras pero que desarman lugares comunes y tejen lazos para encontrar a las pibas. Y no nos damos por vencidas porque sabemos que no es un noviecito. Es la adolescencia expuesta a diversas formas de consumo. Es el poder disputando nuestros cuerpos como territorios.

Desde la Red de docentes, familias y organizaciones intentamos comprender la complejidad que lleva a las pibas a ausentarse de sus casas. Inventamos estrategias que se acomoden a su singularidad porque entendemos que no todas las situaciones son iguales. Disputamos el relato de los medios hegemónicos de comunicación, que con su mirada heteropatriarcal utilizan el nombre de las pibas para generar una opinión pública que las revictimiza y las vuelve objeto de disputa entre instituciones y familias. Es escuchando el relato de las pibas que pudimos comprender mejor cómo es la rutina cotidiana de una adolescente del Bajo Flores. “Ella tiene miedo y no me deja salir porque piensa que yo ya me olvidé de lo que me pasó. Y yo no me olvidé de lo que pasó pero quiero salir igual”. Hay una mezcla entre la enunciación de su propio deseo y el tratar de entender a la vieja que labura todo el día y tiene un miedo terrible de perderlas. Por un lado, la mirada adulta que funciona como límite y control. Por el otro, la mirada de las pibas que necesita improvisar un nuevo modo de salir. Tal vez esa improvisación requiera construir diversas formas de cuidado comunitario. Estamos convencidas que el barrio es el lugar para tejer ese tipo de cuidado porque en el Bajo aprendimos que es en el “Hacer con otrxs” donde inventamos refugio frente al desamparo del Estado.

 

*Integrantes de la Red de docentes, familias y organizaciones sociales del Bajo Flores.