“Solo vos podés decidir lo que es bueno o malo para vos”, le dice el imperturbable Mike Ehrmantraut a Jesse Pinkman en un flashback al comienzo de El Camino: Una película de Breaking Bad. La frase sirve como hoja de ruta de los rumbos que tomará esta secuela en formato de largometraje de la serie creada por Vince Gilligan que Netflix subió a su catálogo hace dos semanas, completando así una oferta que incluye las cinco temporadas completas y el spin off Better Call Saul. Ya en aquel lejano primer episodio, emitido en 2008 en la cadena norteamericana AMC, quedaba claro que Jesse era un especialista en encadenar malas decisiones. Pero sin él no habría Heisenberg, ni Gustavo Fring, ni Saul Goodman, ni Héctor Salamanca: su primera, fundacional mala decisión fue aceptar la propuesta del profesor de Química Walter White para asociarse en lo que inicialmente era un “microemprendimiento” de cocina de metanfetamina. Algo que rápidamente devino en un negocio tan grande como inmanejable. De allí en más, 62 episodios de un vuelo narrativo y estético por momentos poético (recordar el episodio de la mosca) que dan forma a un thriller trepidante, descontrolado y apoteósico no exento de comedia negra.
Pinkman siempre fue el protagonista más chato de todo el universo situado en Albuquerque. Un pibe caprichoso, infantil, egocéntrico, impulsivo, poco inteligente, apenas un riacho de riqueza emocional al lado del océano de contradicciones del cerebral y cada temporada más malvado y perverso Walter White. Si hasta la parábola de la esposa de Walter –Skyler White pasaba del desconocimiento a la bronca, y de allí a la participación activa en la maquinaria– la volvía más interesante que este yonki sin ganas de dejar de serlo. Lo del abogado/lavador de guita Saul Goodman, quizás el hombre con más muñeca para manejarse en ámbitos turbios que haya dado la televisión norteamericana, era puro color: tuvo que esperar a su propia serie –Better Call Saul, cuya quinta temporada se verá el año que viene– para revelar no solo su verdadera identidad sino también el alma frágil y la voluntad a fuerza de todo detrás de su verba irrefrenable. El planteo de Mike queda flotando: ¿podrá Jesse, al menos por una vez, hacerse cargo de su vida?
Breaking Bad terminaba con White muerto durante un operístico enfrentamiento contra una banda rival. A Goodman, por su parte, se lo veía partir con nuevo documento, y en la primera escena de su serie se descubre que aquel rostro que se dibujaba en los carteles al lado de la ruta y en las publicidades televisivas terminó sonriendo sin ganas a los clientes de una de esas cafeterías con uniformes de camisas a rayas donde los estudiantes recién salidos del secundario hacen sus primeras armas laborales. El cabo suelto era la huida de Jesse de un largo cautiverio que había incluido, además de la obligación de cocinar metanfetamina atado con cadenas, bondades tales como dormir en una jaula subterránea en pleno desierto. Aunque también es cierto que los fanáticos de Breaking Bad difícilmente se quejaran si no se supiera nada, en tanto ya parecía saberse todo.
La película comienza inmediatamente después de esa huida. Su estructura narrativa, al igual que la de la serie, alterna escenas del “presente” con algunas del pasado. Un pasado donde todos los muertos aún vivían y, por lo tanto, abre las puertas a la aparición de personajes históricos, varios de ellos de enorme relevancia a lo largo de las cinco temporadas pero no tanto aquí. ¿Flashbacks con sentido dramático o apenas caramelitos para que los fanáticos se endulcen la boca diciendo “¡Mirá a tal! ¿Te acordás? ¡Qué copado!”? Algunos van en el primer sentido; otros, la mayoría, en el segundo.
Se justifican los vinculados con las peripecias contemporáneas de Jesse, que lo primero que hacer es caer en lo de aquellos fumones que hacían las veces de asistentes en los operativos de White. De allí al departamento de uno de esos mortos qui parla –no se dirá cuál para evitar spoilers– en busca de un jugoso botín, con algunas paradas intermedias en la estación “lavado de culpas” llamando a mamá y papá. Con el muchachito siempre estallando –Aaron Paul no es un actor precisamente sutil–, El camino es un producto eficaz, atrapante y con buenas ideas visuales (la gran especialidad de Gilligan) que agrega poco a un universo que parecía cerrar perfecto como estaba, es decir, con Walter convertido en prócer del narcotráfico y Jesse eternizado en una fuga eterna.