Ari Aster apareció en el panorama del horror cinematográfico como una anomalía. Un director capaz de modelar a fuerza de un estilo moroso y alucinógeno un universo familiar demencial y enrarecido. Esa carta de presentación fue El legado del diablo (Hereditary) película con la que el año pasado selló una curiosa aproximación a un género codificado en sorpresas y golpes de efecto. Ahora su apuesta se eleva por sobre las expectativas de sus repentinos fans y sus sorprendidos cultores. Midsommar, su segunda película, explora un universo luminoso de ceremonias paganas situado en la Suecia del solsticio de verano, donde la comunidad de Hårga celebra su persistencia en el mundo con nueve días de radiante fiesta. Es ese paisaje donde la belleza se confunde con lo siniestro es el que Aster define como el corazón de su obra, epicentro de una mirada sobre lo familiar atravesada por las corrientes ocultas de lo negado. Si en El legado del diablo se reservaba para el final la explosión de un mundo de gore satánico y subterráneo, en Midsommar su asomo es lento e imparable, ardiente como el sol del verano boreal que se desea y se teme con la misma perseverancia.
Aster escribió Midsommar después de una separación. La película comienza con un signo de auxilio. Dani (Florence Pugh) recibe un extraño mensaje de su hermana Terri: “Querida Dani. Ya no puedo más. Todo se oscurece. Mamá y papá vienen también. Adiós”. La lejana casa familiar en Utah está sumida en los restos del invierno, la nieve y el silencio, los bosques húmedos y premonitorios. Aster filma la tragedia familiar con el implacable pulso del diseño de los dioses, sin consuelo ni resignación. Ante el desamparo y la culpa, Dani busca un imposible refugio en la comprensión de Christian (Jackson Reynor), su novio desde hace cuatro años. Pero la relación es apática y algo tensa, signada por silenciosos desencuentros, por un fastidio que Christian apenas disimula en su esquiva mirada. “He estado muchas veces en esa situación” –cuenta Aster a The Guardian a propósito de su identificación con el personaje de Dani. “Son momentos en los que uno se aferra a algo que está muerto porque siente que aún no está terminado”.
Aster trabajó la hostilidad en la pareja desde el comienzo del rodaje, conversando con sus actores como si se tratara de una terapia. El tono íntimo que consigue es inusual, una mezcla del humor de las películas de terror para adolescentes, definidas por esos noviazgos equivocados que anuncian la desgracia, y una incomodidad digna de un drama bergmaniano, con sus reproches guardados siempre en la cornisa del escándalo. Ese estado de quebrada armonía es lo que define la relación de Dani con todo el universo de Christian: su infantil egoísmo, sus inmaduros compañeros de la carrera de antropología, sus fiestas de fraternidad, sus secretos planes de un viaje a Europa. Paradójicamente, la invitación a una extravagante aventura al otro lado del Atlántico proviene de Pelle (Vilhelm Blomgren), un joven sueco criado en la comunidad de Hårga, de hablar sensible y pausado, que resulta la única voz amiga en ese entorno hostil que oprime a Dani. Pese a la resistencia de Mark (Will Poulter) y Josh (William Jackson Harper), amigos de Christian que imaginan el viaje como un tiempo de placeres y despreocupación, Dani se suma a esa impensada travesía al corazón del folclore nórdico, a esa tierra de luz y anhelado perdón.
El cine Ari Aster es un cine de ceremonias. El legado del diablo comienza con un funeral. El duelo se convierte en el fértil territorio en el que emergen los indicios de un mundo silenciado, las claves de un plan ignorado por los sobrevivientes, sugerido por los oráculos de las tragedias clásicas. El trabajo minucioso con el espacio, sus travellings laterales, la tensión en los contornos del encuadre, le permiten a Aster concentrar la representación en el asfixiante entorno de la casa, cuyas réplicas se propagan en las miniaturas diseñadas por Annie (Toni Colette), en los dibujos de Charlie (Milly Shapiro), en el colegio de Peter (Alex Wolff). En Midsommar las ceremonias concentran una mayor extrañeza: son los símbolos de una cultura ajena para los cuatro jóvenes de Nueva York que viajan a disfrutar de una experiencia exultante y renovadora. Allí, en los bosques de una Suecia misteriosa, se esconden celebraciones ancestrales que preservan el origen, mantienen el linaje, agradecen la supervivencia. Esa forma de representación es la que Aster cultiva con paciencia en sus ficciones, modelada en ritmos circulares y repetitivos, cuya ominosa apariencia emerge ante la vista fascinada de testigos y participantes.
“Para mí, Midsommar es el intento de filmar la historia de una separación como si fuera una ópera”, dijo el director en una entrevista con Los Ángeles Times. “Ese impulso ceremonial es lo que hace que los sentimientos sean literales, que la experiencia de la ruptura sea apocalíptica, como si el mundo se estuviera acabando. Para mí el placer estaba en llevar la película a ese extremo”. La teatralidad propia de la ópera encuentra un hábitat impensado en la curiosa comunidad de Hårga, con sus habitantes vestidos de blanco, sus mesas larguísimas, sus decoraciones florales y su música contagiosa. Hårga recibe a los visitantes con una cordialidad pegajosa y sobreactuada, los alberga en galpones decorados con dibujos eróticos, los celebra con brebajes afrodisíacos. Todos los sueños de placer o escapatoria que los adolescentes de Nueva York podrían haber imaginado adquieren un aspecto tan literal que resulta asfixiante, como ese perfume de flores que empalaga en su tediosa omnipresencia.
Si El legado del diablo jugaba a la válvula sobrenatural hacia el final, donde el culto escondido en signos enigmáticos e invocaciones fatales se apersonaba con la furia de un incendio, en Midsommar el quiebre nunca se produce. Aster mantiene el rigor de su construcción con un pulso inclaudicable, formando cada escena con un perfecto crescendo en el que nada opaca el esplendor de la luz diurna, en el que todo trascurre ante su brillo incandescente. La bienvenida a Hårga se prepara con la antesala de un viaje alucinatorio, alimentado por hongos y un deseo hasta entonces contenido. Pero para Dani esa repentina libertad se vuelve insoportable. Sus sueños se impregnan de una vegetación espesa que sube por sus piernas, que la invade como una planta carnívora. Es la certeza de sentirse juguete del destino, peón de un designio que se intuye pero se escapa a toda comprensión, como los anuncios de las brujas que los héroes siempre desoyen.
Midsommar reescribe abiertamente una de las películas de culto del cine inglés de los 70: The Wicker Man (1973) , dirigida por Robin Hardy. Aquella también comienza con una ceremonia: un devoto y célibe oficial de policía recita sus deberes y compromisos con la fe cristiana. Sin embargo, esa aparente armonía se altera cuando un extraño mensaje anónimo asegura que una joven ha desaparecido en Summerisle, una pequeña isla en la costa oeste de Escocia. El viaje del sargento Howie hacia la costa será el despertar para las creencias que allí anidan, potente revés de las enseñanzas de orden y la austeridad de su educación religiosa. Aster se apropia del choque cultural que esgrime The Wicker Man desde la clave del horror folk para construir un camino inverso: todo lo que repelía a Howie de ese culto febril y dionisíaco es lo que atrae a Dani, lo que la envuelve como la tela de una araña a su presa y la cobija de una irremediable orfandad. Todos los personajes de Aster, tanto en El legado del diablo como en Midsommar, están a merced de un mundo cuyo sentido está a simple vista pero resulta incomprensible. Su tragedia no es nunca la presencia de lo desconocido sino la opacidad de aquello que se encuentra frente a sus ojos.
Por ello, la otra referencia clave de Midsommar es La fuente de la doncella (1960) . En la fábula de Ingmar Bergman, un padre debe asumir el rol de castigador porque su Dios se lo impone. Max von Sydow se prepara en el amanecer para el ejercicio del castigo, limpia su piel de impurezas, su alma de reparos. Guiado por una voluntad que le es ajena, es instrumento de aquello que excede, de una voz que lo conduce, de un destino que lo acorrala. Cuando mira sus manos ensangrentadas luego de la muerte de un inocente, eleva su mirada al cielo: “Que Dios me perdone”. La familia es siempre la que exige el sacrificio para su supervivencia, para la venganza de todas las afrentas. Es en su seno donde se albergan los terrores diurnos, los mandatos temidos, los sueños imposibles. Aster toma ese territorio fecundo y lo hace propio, ya sea en las dimensiones satánicas de la codicia como en El legado del diablo, o en las orgiásticas formas de la persistencia como en Midsommar.
Además de integrar las influencias a su propio universo y reescribir la gramática del género, Aster resignifica el uso del grito femenino. La ‘scream queen’, pieza clave del terror slasher, se convirtió en el emblema de la resistencia, una especie de guerrera cuyo grito aseguraba su batalla hasta el final de la contienda. Aster escenifica dos actuaciones estelares en sus películas: Toni Colette en El legado del diablo; Florence Pugh en Midsommar. La expresión de horror de Colette se convirtió en la mejor máscara de la película, la abstracción última de toda incomprensión. Florence Pugh, después de su notable aparición en Lady Macbeth (2016) y con excelentes interpretaciones como la de la espía infiltrada en una célula terrorista en La chica del tambor (2018), miniserie basada en la novela de John Le Carré, o la de la luchadora que busca triunfar en un competitivo entorno familiar de Luchando con mi familia (2019), se convirtió en una de las actrices jóvenes del momento. En Midsommar condensa el dolor de la pérdida con la inquietante certeza de su desamparo, intentando sobrellevar la soledad evidente aún en la más agobiante compañía. Su rostro se desencaja, sus gritos son desgarradores, y pese a ello su decidida voluntad de sobreponerse resulta conmovedora. “Estoy bien, estoy bien”, dice mientras se aleja en el bosque cuando solo puede llorar a solas, perseguida por esa luz que se vuelve lacerante. Al igual que le ocurría a Colette, el mundo a su alrededor contiene los signos evidentes de su destino, mientras ella solo es capaz de responder con un alarido de desesperación.
Como La fuente de la doncella de Bergman, Midsommar nace de un relato popular. Patrick Andersson, un productor sueco, y su amigo Martin Karlqvist fueron los que acercaron a Aster las coordenadas para diseñar Hårga, inspiradas en tradiciones locales, relatos anónimos y leyendas populares. Aster comenzó a escribir el guion nutrido de esas experiencias y con la premisa de tomar la historia de una separación como eje de entrada a ese mundo extraño. A diferencia de The Wicker Man, donde el policía que llega a la pequeña isla de Summerisle investiga la verdad tras una desaparición, aquí es el contacto con lo misterioso de ese ancestral culto pagano lo que preside la entrada de los extranjeros. No hay nada que ir a buscar, todo está preparado para el encuentro. Y ese encuentro con lo ajeno e incomprensible en el terreno cultural permite combinar la tradición del horror, en la que la disputa entre lo atávico y lo moderno siempre se pone en juego, con un escenario más cotidiano, capaz de explorar las conflictivas fronteras entre lo propio y lo impropio con tanta desconfianza como fascinación.