Él se levantaba cada mañana con el rostro pálido y transfigurado por la invasión vivida.
Él había sido depositario de sueños inconclusos.
Él pretendía descubrir alguna vez el final de la historia.
Hasta que decidió abandonarse al sueño. Estar despierto el menor tiempo posible, el tiempo suficiente para relatar lo que al dormir le había sucedido.
Como su decisión de dormir y por lo tanto soñar la mayor parte del tiempo la tomó en una plaza, no quiso perder un solo instante y allí, en un banco de piedra, se dispuso a soñar.
Relataba a todo aquel que lo escuchaba (o no) sus misteriosos sueños.
Su presencia se conoció en toda la ciudad. Al principio lo confundieron con otro loco y las madres no permitían que sus hijos se acercaran.
Las autoridades pensaron en encerrarlo temerosas de que algún día dijera palabras insensatas.
Pero una vez llegaron turistas de lejanos parajes. Se entusiasmaron con esa plaza y ese personaje. Escucharon (o no) los sueños. Aplaudieron y pidieron más y más.
-¡Es un artista del sueño!- dijeron.
Se corrió la voz.
Las autoridades, viendo el fervor que producía ese extraño sujeto, decidieron protegerlo y alimentarlo y aumentar así la industria turística.
Se pusieron barrotes en la plaza. Se ubicó a un guardián para impedir la huida del artista, a quien vistieron con un oscuro frac. Todo aquel que quisiera escuchar al artista de los sueños debía pagar una entrada.
Llegaron periodistas de todas partes del mundo y le hicieron preguntas, a las que el artista respondió relatándoles sueños.
También buscaron a su mujer y a su hija. Las hallaron.
Se cubrieron páginas y páginas con el rostro lloroso de la mujer abandonada. Los titulares reproducían sus palabras.
-Yo siempre supe que era un artista.
Pero una vez el extraño individuo descubrió que nada había soñado o que no recordaba sus sueños.
La silbatina cubrió el cantar de los pájaros.
Obligado por las circunstancias el soñante empezó a repetir sus viejos sueños hasta que un día descubrió con desesperación que los había olvidado.
La silbatina cubrió el cantar de los pájaros.
Obligado por las circunstancias el soñante decidió contar los sueños que su mujer le había contado.
La mujer llena de odio reveló lo que supuso un plagio.
Las autoridades lo amenazaron:
-¡Soñá, viejo de porquería!- gritaban.
Porque el hermoso hombre de los sueños primeros había envejecido y su frac se había desgastado.
La hija había crecido. Fue a contemplarlo.
-Padre. No quiero que te humillen. Yo te regalaré mis sueños.
-¡Oh, buen Dios!- dijo el antiguo artista. –Aquí continúan mis fragmentos.
Enseguida, en un arrebato de furor, insultó a la hija.
-Te estás burlando de mí. Mentís, inventás historias para humillarme.
-Si no quise ofenderte. Te juro que son sueños.
El ex soñante decidió contar nuevas historias, pero al relatarlas tartamudeaba ridículo.
Ciertos días otoñales fueron lluviosos. El guardián que había muerto y no había sido reemplazado no pudo guarecerlo.
El ex soñante, empapado y hambriento, recorría insomne la plaza.
Cuando el sol salió otra vez el ex soñante había muerto.
Se decretó día de duelo internacional. La fama del artista de los sueños había roto todas las fronteras y a pesar de sus últimos olvidos era recordado.
Se sacaron los barrotes de la plaza.
La gente estaba tan triste que no podía realizar sus tareas. Sólo unos a otros se contaban sueños y así pasaban las horas.
Las autoridades decidieron llamar al orden. Se escribió en las paredes: “Prohibido soñar”.
Desde entonces la gente camina cabizbaja avergonzada de sus sueños inconfesables.
Las tareas se cumplen en silencio y sólo los pájaros cantan.
Este texto, publicado originalmente en El artista de los sueños y otros cuentos en la Editorial Tres Tiempos en el año 1981, integra el volumen La resolana, los cuentos reunidos de Susana Szwarc, que acaba de publicar la editorial ConTexto, donde además de sus cuentos publicados en libro, se suman textos inéditos, microrrelatos, y un prólogo de presentación a cargo de Ana María Shua.