Me llegó el mensaje al handy indicándome la próxima consulta. Puse en marcha el auto y me dirigí al lugar. El nombre del paciente era Mario Ollero. Mario Ollero, Mario Ollero, me sonaba, en realidad me sonaba la conjugación del nombre con el domicilio, Pasaje Piano al 4500, el barrio de mi infancia. De súbito se me vino una imagen a la cabeza, un chico morrudo, de pelo a cepillo, con la mirada recia, el andar chueco, y que cada vez que se iba para la casa, llegaba a la esquina y se daba vuelta para mirarnos. Recuerdo a Leandro, otro amigo, cuando Mario Ollero se iba, con Leandro nos quedábamos expectantes, observándolo, esperando a que se diera vuelta para ver si lo mirábamos. Siempre se daba vuelta.

Cuando llegué a la casa confirmé mi sospecha, era la casa de Mario Ollero, el de mi infancia. Golpeé en un portón blanco con ventanas de vidrio perpendiculares. Había un timbre pero estaba roto. Me atendió un hombre viejo, con gesto ausente y resignado. Era pelado, con mechones de cabello blanco en torno a las orejas. La casa olía a perfumina. Había una mesa con llena de porquerías. Un televisor. Un mueble donde se veían vasos, platos, más abajo libros y un equeco con un pucho en su boca. Al fondo en una cama estaba sentado Mario Ollero. Hacía treinta años que no lo veía. No me reconoció.

--Está con nauseas -me dijo el viejo que resultó ser el padre.

--Tomo muchos medicamentos, doctor -me dijo Mario, con un hablar precipitado hasta el tartamudeo.

Le pregunté qué tomaba y me nombró un montón de medicación psiquiátrica.

--Me atienden en la clínica acá a dos cuadras - me dijo. -El halopidol me da náuseas. Ya le dije a mi psiquiatra pero dice que no puedo dejar de tomarlo.

La sábana sobre la que estaba Mario estaba tan desgastada que hasta se veía el diseño del colchón debajo. En la pared había pegado un poster de Axel Rose. También había escrito con fibra algo sobre el amor y la esperanza. Mario, la misma cara, percudida por el paso del tiempo, la locura, los ojos duros, los pelos todavía en cepillo, pecas, labios secos.

--Doctor ¿Puede ser que el halopidol me da náuseas?

Yo creía que no. Pero le dije que pueda que sí, que tal vez sí.

--¿Estás con diarrea?- le pregunté.

--No, no, solo este malestar, en la boca del estómago, ganas de vomitar.

En un momento pensé que iba a reconocerme, decirme ¿Negro sos vos? Pero no lo hizo. Recordé, recordé un rumor, un rumor que a todos los pibes nos hacía crispar, Mario le había pegado a la madre. Eso se decía en el barrio. Todos los pibes lo mirábamos con temor, con recelo. No faltaban los que se reían de él, de su exacerbada suspicacia, de su persecuta. Venía cada tanto a la cortada donde nos juntábamos y nos contaba ideas que tenía, ideas grandiosas como que iba a ir al VIP de tal o cual boliche, que había tal o cual piba que estaba enamorada de él, o que en verano iría a surfear al Caribe.

Recordé algo en especial, una vez íbamos en el colectivo a la cancha de Central Córdoba, había unas pibas sentadas en el asiento de atrás que se reían, todo el tiempo, como cotorras, insoportables. A Mario poco a poco fue deformándosele la cara hasta que explotó. Las recontra puteó y les dijo que se dejaran de reír de él o las iba a cagar a palos. Me acuerdo que el colectivero se calentó. Nos hizo bajar del colectivo y terminamos en un kiosco tomando una coca y tranquilizando a Mario en lugar de ir a la cancha.

Me dispuse a revisar a Mario, le palpé el abdomen, le tomé la fiebre, le tomé la presión.

--Doctor, sabe qué, escucho voces- me dijo. --A la noche, me susurran, a veces me dicen cosas feas. El otro día soñé que Maradona venía a mi casa para decirme que era mi papá. El psiquiatra me dice que esas voces están adentro de mi cabeza, que no existen. Pero yo las escucho.

--Si las escuchás, existen- le dije. No sé si hice bien o mal pero eso le dije.

Apareció el padre con un vaso de gaseosa. Me ofreció que me sentara y eso hice. Siento con los muchachos que compartí mi infancia una complicidad única, como si ellos hubieran sido mis únicos y verdaderos amigos, a pesar de no haberlos visto más o de verlos muy de vez en cuando, siento que ellos son los únicos que me conocen de verdad. Fraternidad de la vereda. Me senté y el viejo se sentó también. Y Mario nos contó que tenía ganas de ir a ver la Fórmula Uno en Buenos Aires. Hacía años que la Fórmula Uno no venía a Buenos Aires, pero no le dije nada.

--¿Con quién vas a ir?- le pregunté.

--¿Quiere venir conmigo, doctor? Usted no tiene muchos amigos ¿cierto?

Le dije que iría con él, que no, que no tenía muchos amigos, y que aceptaría ir con él a ver la carrera de autos.

El padre no se inmutaba. Acostumbrado a los decires de Mario, supuse. Tampoco se preocupó ni tuvo vergüenza de lo que su hijo decía ante mí. Tantos años de locura. Hacía treinta que no lo veía a Mario.

Pensé en los destinos de los pibes, Corcho se fue a vivir a Estados Unidos y ahora trabajaba en un casino en las Vegas. El Laucha trabajaba en una empresa de seguros. Gachi estaba perdido por la cocaína. Lorena era lesbiana y estaba casada con otra piba hermosa. Yani vivía en una casita en el fondo de la casa de su madre, tenía cinco pibes y estaba gorda como una vaca. Cordero se había dedicado a las filmaciones de casamientos, cumpleaños, despedidas, y le iba bien, se había comprado un auto y una casa. Fabián en contra de todos los pronósticos se había recibido de abogado. Mario estaba ahí sentado en la cama, charlando torpemente conmigo, yo lo escuchaba, tomaba la gaseosa, observaba los rasgos de Mario, el tiempo, el tiempo y la vida que también me habían pasado a mí por encima. Nadie, ni a los que le había ido mejor, o peor, ninguno de nosotros se había salvado de la vida.

No sé por qué, por qué le pregunté a Mario ¿Trabajás? Si yo sabía que era imposible que trabajara, que debía estar tirado en esa cama, yendo de la cama al living, asomándose por la ventana cada tanto, tomándose la media docena de pastillas a la noche. --¿Trabajás? le pregunté estúpidamente.

Sonrió, sonrió, y me dijo: --Soy disc jockey.

Y sonrió con ganas, fue como una grieta que se abrió y de dónde salió un resplandor, y recordé que claro, por supuesto, Mario ponía música en los asaltos. Se me vino una imagen a la cabeza: música, luces que van y vienen, pibes y pibas, bailando, fumando, olor a tabaco, a perfume de mujer, música al palo, pop, rock nacional, cumbia también, pibes y pibas, charlando, riendo, bebidas yendo y viniendo, una soberana botella de ron, vino, sangría, cerveza, y la música, y las luces, rojas, azules, amarillas, y en el centro de la fiesta Mario Ollero. Mario Ollero con esa sonrisa que tenía ahora, y me decía: soy disc jockey.

Le hice el inyectable para las náuseas, me terminé la gaseosa y me fui.

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