El estallido de Chile
terminó resonando en la Argentina. Porque el colapso del régimen que hasta ahora encarna Piñera desmontó los dos principales argumentos persuasivos del macrismo: 1) “Estamos mal por culpa del pasado populista”. 2) “Vamos a estar bien en el futuro gracias a los sacrificios del presente”.
El futuro llegó. La apelación a un "segundo semestre", la irrupción de los "brotes verdes" constituyeron aquí, durante cuatro años, la garantía de sustentabilidad de un presente en continuo declive. Pero la promesa de una felicidad eternamente diferida encontró en el “caso chileno” un espejo que nos mostró, en ese “puro presente”, la imagen de nuestro futuro. Se comprobó empíricamente lo que veníamos sosteniendo en el plano ideológico: esa zanahoria que siempre nos ponían adelante y que en Chile estuvieron persiguiendo durante treinta años, no existía. Y cuando ya no se puede mostrar más la zanahoria, se transforma en garrote.
La debacle neoliberal de Chile también desarticula otros mitos vinculados con la temporalidad. El de la “pesada herencia” es uno de ellos. El país trasandino venía transitando treinta años de alternancia amigable; demócratas cristianos, socialistas y liberales declarados podían diferir en los matices del maquillaje pero acordaban en la irreversibilidad del modelo económico. Al no haber confrontación ideológica ni afectación de intereses, ni siquiera fue necesario acudir a la muletilla de “se robaron todo” para justificar que se borrara de un plumazo lo hecho en los períodos anteriores. Se imponían las famosas “políticas de estado”, esas que también se reclaman acá y que casi siempre son de derecha. Los sucesivos gobiernos chilenos parecían empujados por el fatalismo del éxito. Salvo por un par de protestas estudiantiles (en 2006 y 2011) tampoco hubo “palos en la rueda”, otro caballito de batalla esgrimido aquí para explicar por qué la felicidad nunca terminaba de llegar. El “caso chileno”, pieza de laboratorio y ejemplo propagandístico, se encaminó sin obstáculos ni excusas hacia su propio fracaso. Los tecnócratas liberales no terminan de explicar, porque no lo entienden, qué es lo que salió mal.
Porque el fracaso no está en los nombres ni en la implementación más o menos eficaz de un plan económico sino en la propia naturaleza del sistema. El neoliberalismo es así: siempre concentra riqueza y nunca derrama. Los chilenos esperaron treinta años y un día se cansaron. La mayoría de los argentinos tuvimos mucha menos paciencia pero más templanza: solo aguantamos cuatro años, pero no explotamos porque teníamos una alternativa. Llama la atención, de todos modos, la velocidad del derrumbre macrista, atribuible quizás a su voracidad por los negocios inmediatos y a su ineptitud para aplicar su política regresiva de un modo más prolijo y menos traumático. Esto es, para ponerle a la gente la zanahoria un poquito más a mano.
Pero el estallido chileno, que ya adoptó como una suerte de slogan “no son 30 pesos, son 30 años” nos ayuda, también, a despersonalizar el objeto de la crítica. Cuando aquí los gurúes de la ortodoxia económica y el establishment mediático concentren las culpas en Macri para intentar salvar el modelo, habrá que recordar que el neoliberalismo, como idea, ya probó con la zanahoria y el garrote, primero con Videla, después con Menem, con De la Rúa y con Macri. Los usó y los descartó (en rigor, aún es temprano para ver qué hacen con el hombre antes conocido como “Mauricio”), casi como viene haciendo con la mayoría de la gente. Alguna vez –ojalá éste sea el momento-- habrá que descartar definitivamente el neoliberalismo.