Caliente, se derretía la tiza al tocar el suelo. Habían robado dos del pizarrón para delimitar el cuadrilátero. El lugar era el de siempre, la Plaza San Martín. La cita; media hora después de la salida del colegio. Beltrán estaba asignado como árbitro de la pelea porque no era amigo de nadie.
Dibujaron dos cuadrados, uno más pequeño y otro mayor. En una esquina ubicaron la mochila de Lolo y en la esquina contraria la mochila de Germán.
Mateo acompañaba a Lolo, que se preparaba detrás de la escultura de madera, que recuerda a los guaraníes. Germán se encontró con su grupo de amigos, en los juegos de niños. Ninguno de los dos veía lo que hacía el otro.
Mateo lo alentaba contándole chistes. Se conocían desde siempre y desde siempre andaban juntos.
Lolo quería concentrase, dedicarse a pensar. Frío y silencio era lo que necesitaba. Agachó la cabeza y cuando la levantó tenía la mirada cambiada.
Hasta último momento había mantenido la ilusión de pegar el estirón, inflarse de algún modo. Pensaba en eso cada vez que se levantaba. Lo deseaba imaginando un cuerpo musculoso con su cabeza incrustada.
Movía las piernas, corriendo en el lugar, y mientras lo hacía recordó que a la mañana cuando se despertó le costó unos segundos saber en dónde estaba. Se sentó en la cama y se miró la remera. Recién ahí entendió todo.
La remera de color negro, con una estampa en letras blancas que decía: “Stallone, Cobra: el brazo fuerte de la ley”. Y una foto en la que Stallone agarraba con unos guantes negros una ametralladora Jati Matic que exhalaba humo en forma de tubo. Además llevaba unos anteojos de aviador espejados, un cigarrillo colgando de la boca y una Colt Officer sostenida por el cinto, alineada de manera perfecta con la bragueta. Por último granadas colgando de un chaleco. Todo esto sobre un recuadro rojo furioso.
Usaba la remera hasta para dormir, sólo se la sacaba para bañarse. Cuando podía, su mamá se la robaba del baño para lavarla. Él le había pedido a ella la remera de Rocky IV. Había ido a ver esa película con su padre, la última vez que estuvieron juntos.
Cuando la mamá se cruzó a Encarnación para hacer las compras, como todos los meses, cambió de lugar un anillo para recordar comprarle la remera. Estaba caminando para volverse cuando una vendedora la interceptó con un “¿Qué necesitas mamita? Tenemos todo los talles”, y mientras decía esto le cruzó un perchero que estaba en la vereda. La primera prenda colgada del perchero era la remera negra de Cobra, ella siguió caminado, pero unos metros más adelante se frenó de golpe y volvió. Le pidió la remera de Rocky. La vendedora la convenció de que ya nadie buscaba esa remera, que ahora todos los chicos querían la de Cobra. – Aparte es mucho más linda esta-, le dijo. La madre estaba cansada y le pareció justo comprar la de Cobra. Cuando se la dio a Lolo, le dijo que la vendedora le había dicho que esa era la remera de Rocky IV y como ella no sabía, se la compró. Lolo no le creyó, la miró con desprecio. Agarró la remera y se encerró en su pieza.
–¿Estás bien? ¿Estás Listo?-, preguntó Mateo.
–Estoy listo-, mintió Lolo.
Salió caminado hacia el cuadrilátero, sintiendo que los segundos le pisaban los talones.
Estaba nervioso y tenía miedo. Mientras caminaba pensó en su viejo. Se acordó del día que fueron al cine a ver Rocky. Lolo quería ver esa película, pero no hizo falta decir nada, que su viejo se apareció con las entradas.
El día de la película, a la salida vendían la remera. Lolo le pidió que se la comprara.
–Es la remera o una pizza–, le dijo su padre, sin parar de caminar.
Ya habían terminado de comer y estaban sentados uno frente al otro: el padre con un porrón de cerveza y Lolo que se entretenía rascando el dulce que había quedado en la copa. El padre le preguntó:
–¿Sabés quién fue Ringo Bonavena? Fue el mejor de todos los tiempos. Peleó con Alí, una de las mejores peleas de la historia. Era bravo el hombre. Antes de la pelea anduvo por las calles de Nueva York con un toro, para provocarlo nomás. Hasta le dijo que era una gallina –el padre levantó los codos moviendo el torso–. Con baile y todo, así como te estoy mostrando–. A Lolo le dio gracia y se sonrió.
–Acá, en Argentina, estábamos todos pendientes de la pelea. Me acuerdo que cuando entró al estadio se escuchó un grito de guerra: “Rin–go / Rin–go / Rin–go”.
–Poco después de esa pelea lo mataron en Las Vegas, se comentaba que andaba con la mafia. ¡Qué pena! Justo estaba pensando volverse a la Argentina.
Silencio y distancia. Cada vez más seguido el padre se refugiaba en estos silencios que lo alejaban rápidamente del mundo.
–Vamos gurí. Te llevo a tu casa– , le dijo mientras se levantaba con esos movimientos lentos que marcaban a Lolo que su padre ya no estaba ahí.
Lolo fue el primero en llegar al cuadrilátero. Los pibes que rodeaban el cuadrado brotaron en un estallido: –Co–bra. Co–bra. Co–bra-. Cobra le decían los chicos en el colegio desde que andaba con la remera. El único que seguía diciéndole Lolo era Mateo.
Lolo agradeció saludando a la izquierda y a la derecha, aunque por los nervios le costaba reconocer las caras. Dio un pequeño salto y se deslizó hacia la esquina en donde estaba su mochila. Se sentó arriba y esperó. Germán se movía con confianza, mientras se acercaba levantó los brazos para pedirle a los chicos que aviven más. Era rubio y tenía una cara muy linda, coronada por una mata crespa de pelo dorado, y un cuello que a Lolo le parecía exageradamente grueso para un niño de su misma edad. Germán sí se había desarrollado y ese cuello era el inicio de un cuerpo envidiable.
Beltrán se ubicó en el medio del cuadrilátero y pidió que se acerquen los contrincantes.
–La pelea es sin golpes a la cabeza-, dijo poniendo voz gruesa.
Los dos avanzaron hasta encontrase. Estrecharon las manos e inmediatamente adoptaron una actitud de pelea. Enseguida, y como impulsado por un mecanismo de resorte, Germán avanzó y retrocedió. Descargó una izquierda a los ojos, una derecha a las costillas, esquivó un contraataque, bailoteó ligeramente hacia adelante. Se movía rápido e inteligente, iba y venía de aquí para allá, ligero.
Lolo resistía, esperando que su contrincante perdiera algo de entusiasmo. No encontraba chances de hacer mucho más que eso, esquivar, y cada vez que lo conseguía, sonreía como si hubiese pegado un golpe preciso.
Si no se despabilaba pronto estaría muerto. Pudo conectar un golpe, sólo uno, pero, ¡qué bien se sintió cuando su puño dio en el blanco! Era su momento, y le pareció justo sacudir la cabeza al mismo tiempo que se movió impávido hacia atrás.
Germán reaccionó con una avalancha de piñas de las que Lolo pudo apenas cubrirse. Beltrán pidió un descanso, cuando vio que Lolo se tambaleaba.
Como pudo Lolo llegó a su lugar, se desplomó en el piso con su espalda apoyada sobre su mochila. Las piernas estiradas y los brazos colgando a los costados de su cuerpo. Su pecho jadeaba tratando de tragar la mayor cantidad de aire. Mateo lo ayudó ventilándole la cara con un cuaderno.
Al rato, Beltrán se ubicó nuevamente en el centro y dio la orden de continuar la pelea.
Mateo se acercó a Lolo y le dijo al oído: – Pegale por el lado izquierdo-.
Lolo miró a Mateo, pero no contestó nada. Solo pensó en juntar la mayor cantidad de aire posible, antes de levantarse.
Lolo avanzó unos metros, hasta el centro. Germán caminó tres cuartos del ring, demostrando que estaba listo para retomar, se sentía confiado y no se dio cuenta de que dejó un espacio pequeño, que Lolo supo aprovechar tirando un gancho con el brazo rotado para volverlo rígido y con la fuerza de todo el peso de su cuerpo. Ese gancho alcanzó a Germán por el costado de la mandíbula y lo hizo caer al piso, derribado.
Quedó tirado unos segundos sin poder moverse. Giró hacia un lado y después al otro. Justo cuando Beltrán empezó a anunciar el fin de la pelea, Germán se levantó, apoyó una rodilla, sosteniéndose en ella se paró, y volvió enseguida a la actitud ofensiva. Cuando lo vio levantarse, Lolo se arrepintió de no haber pegado más fuerte.
Beltrán intentó terminar la pelea, pero la tribuna pedía más, y entonces decidió un descanso antes del último round.
–Sos un crack-, le dijo Mateo a Lolo, mientras lo agarró de los hombros para acompañarlo hasta su mochila. Lolo no lo escuchó, solo pensaba en cuándo iba a terminar todo.
Iniciado el último tramo del combate fue Lolo el que se lanzó con una metralleta de piñas sobre su oponente. La tribuna enloqueció.
-¡Liquidalo Cobra! ¡Vos podés!-, escuchó de lejos.
Germán esquivó todo lo necesario y cuando pudo le respondió con un gancho izquierdo al costado de la cabeza. Y por un instante, solo un instante, la mente de Lolo quedó en blanco. Abrió y cerró los ojos. Sintió que pudo dormir un rato. Su cuerpo titubeó y sus rodillas se aflojaron. No se rindió. Tiró unos ganchos al aire, mientras se desplomaba en el piso como si se hundiera. Las caras de la tribuna pasaban irreconocibles frente sus ojos y escuchaba voces que venían de lugares lejanos. Cerró los ojos. Cuando se despertó estaba recostado sobre su mochila. Miró su remera, salpicada de sangre. Sus manos entumecidas y sus nudillos lastimados. Apenas podía moverse del cansancio y de dolor. Mateo a su lado, sentado con las piernas cruzadas, lo miraba fijo.
La pelea había terminado y no quedaba nadie más que ellos. Lolo se levantó, agarró su mochila y salió caminando, y su amigo, lo siguió unos pasos atrás.