"Cuando lo dejamos allí, en la tierra que había solicitado como última expresión de voluntad, nunca pensé que fuera a verlo días después en medio de una multitud, desconcertado igual que yo, sin reconocerme, sin un gesto, helado como suponía que debía estar en la tumba. El Escritor renació clandestinamente, tan real como esa calle donde lo vi y que mi mano bosqueja ahora.
A partir de un comienzo similar a este se puede escribir El Tercer Hombre o Jekyll y Hyde pero la angustia de las influencias nos frenan la voluntad y trabajan el escepticismo y la resignación ("eso ya ha sido escrito antes… y mejor"). Entonces lo que queda es resistir, resistir como un dealer de citas en el deseo de abarcar una totalidad menos imaginada que leída, intuida, sonsacada del bagaje mental del Lector."
Esta nota le alcancé a Trevisano en un café del Bulevar uno de esos tres días de lloviznas de octubre, mientras sobrevolaban sobre nosotros asuntos mucho más importantes que la literatura. El Café soterrado -sospechamos que fue pensado para cocheras- nos daba un refugio casi invisible y, como no paraba de llover, nos fuimos quedando. Trevisano me preguntó si creía seriamente que "esto" era una reseña de la novela de Enrique Vila-Matas Esta Bruma Insensata. No supe qué responderle y pretexté que podía ser un programa para considerar la metaliteratura. No se río por respeto o por falta de alcohol o por las dos cosas. Y si tuviera que decir que ese encuentro sirvió para animarme a continuar con el relato, habría de mentir redondamente.
Pero una mentira piadosa no ha de cargar tanto pecado, pensé, así que escribí a continuación: "El Escritor está bastante tentado de dejar de escribir. El escritor está mortalmente aburrido de inventar historias."
Inmediatamente me di cuenta que estaba citando a David Markson. Entonces, por pudor, agregué las comillas decentemente como si vistiera esas frases para ir a una fiesta. Sin embargo el Escritor jamás escribió historias. ¿Pretendía disimular su incapacidad de imaginar? "Usted tiene algo que no funciona bien con las tramas", me había dicho Trevisano entre el rumor de la lluvia y la expectativa por las próximas elecciones.
Más tarde descabalé mi biblioteca. Tarea ingrata como la de limpiar el guardarropas de un pobre -no lo rigen las modas, todo se hace necesario- y se me vivieron encima unos cuantos libros de ajedrez. Como seguía lloviendo y no tenía ganas de escribir, entré a jugar por internet. El resultado fue aún más frustrante: perdí todas las partidas muy rápido. Mi nivel de aficionado se desplomó soberanamente, lo que me obligó a reconocer que nunca había aprendido a jugar bien al ajedrez, salvo cuando imitaba a algún gran maestro (Capablanca por caso) y me acordé de Philip Marlowe, que en medio de una investigación consultaba su librito de partidas. Es muy difícil inventar en el aire las continuidades de una batalla ajedrecística real (el ajedrez lo mismo que el tango necesita del otro), así que si no me engaño, Marlowe no jugaba sino que reproducía partidas famosas. Muy bien, dije, estresado de tanto perder con desconocidos rivales virtuales, voy a tener que regresar a la escritura.
En la página web de Vila-Matas se registran cincuenta y una reseñas de la novela Esta Bruma Insensata. Y todas muy buenas. Nada más los títulos, si uno los colocara en una serie, serían por demás de elocuentes. Me veo en un problema, bastante implicado en el asunto. Me tengo que esmerar y soy perezoso. Todo lo que puedo hacer es seguir con el relato inicial.
"El Escritor ha muerto. Lo hemos visto descender hacia la tumba. Es preciso que su identidad se cuestione luego, cuando lo encontramos en una calle del centro de la ciudad. Ese Escritor podría aspirar a la disolución personal. Se tendría por sincero si lograra alcanzar una nueva forma de verdad, la mejor, la suya." (Voy bien, ya oigo la voz que dice tras esto: ¡Ah, bueno!)
Trevisano se ha cansado de leer y ese cansancio le atrasa el reloj, se lo detiene en una hora determinada, como la lluvia nos retenía en el bar aquellos días. Trevisano es una presencia ausente. Sin embargo discute con fervor y le cuesta asumir que algo como la literatura sea serio. "¡Pero si justamente no nos tomamos en serio!" le digo yo. ¿Y entonces para qué sirven las teorías? Porque no me va a negar que usted sigue empeñado en defender eso que llama…" "Intertextualidad", lo interrumpí, procurando evitar las confusiones. "Como sea que le llame, lo desafío a encontrar alguna obra que no hable de otra. La literatura es lo que es en la medida que no es lenguaje común sino mero artificio."
En ese instante vi que estaba perdido. Mi interlocutor había leído a Foucault (me pareció que de él venía la cita levemente deformada) o había caído en el pesimismo más radical, el que consiste en amonestar la diferencia reclamando que todo es constitutivamente lo mismo.
Un día de esos dejó de llover. Volví a colocar los libros en la biblioteca buscando el sitio más lejano para los de ajedrez, un estante bajo, trabado por un mueble, inaccesible. Se me ocurrió que el Escritor de mi relato había regresado a la vida con el único propósito de rehacer su obra y que si pudiera interpelarlo como en Revelación Mesmérica -el cuento de Poe- no iba a confirmar gran cosa acerca de su experiencia. No se sentiría en condiciones de hacer ningún esfuerzo. Me exigiría que le preguntara mejor, que empezara por el principio. Y allí nos íbamos a quedar varados, preguntándonos como siempre, dónde está el principio.