Si pudiera, haría como los personajes de las telenovelas que vomitan con estilo barroco cuando se ven cercadas por “el horror de lo Real” y no pueden encontrar otra manera de expresión que purgarse. Es que tuve la mala idea de bajar la vista en los portales hacia los comentarios sobre la recepción amorosa que le dio en su casa el mandatario electo a Braian Gallo y su familia. Ya saben, el chico de Moreno, el morenote que labura en el saneamiento de arroyos (¿no son los arroyos podridos del conurbano su paisaje natural?, el carinegro, que presidió una mesa de votación vestido como un chico de Moreno. Braian, que no ha tenido “igualdad de oportunidades” como dicen los republicanos, y usa el gorrito invertido y la camiseta de fútbol; algún oportunista contra la igualdad le sacó una foto que se viralizó en las redes sociales, para hacer una semiótica del peronismo en patas: la caricatura de un pibe chorro al frente de una mesa de votación es la alegoría del gobierno popular que se viene. O mejor, la alegoría perfecta de la “fiesta del monstruo” que se avecina es la selfie de Alberto Fernández en espejo junto al pibe, con el gorro del pibe, para comunicar que él, como todos, bien podría ser Braian (aunque la frase sea remanida, el gesto no lo es). Los que escriben los diarios del odio se apuraron a decir “yo no soy” y a denunciar demagogia presidencial en vez de prejuicio y discriminación. Repugnante, vomitivo aunque yo no pueda vomitar.

EL DEDITO Y EL ABRAZO

 

La gestualidad del presidente electo Alberto Fernández fluctúa entre el dedito justiciero y el abrazo afectuoso con el que apapacha a su hijo Estanislao (Dyzhy en su versión drag queen y closplayer), de quien se burla el hijo pistolero de Bolsonaro. Para una loca, Alberto es un sugar daddy; para la política un excelente comunicador que sabe multiplicar un mensaje como el de Brian, que contiene verdad. No basta con el gesto, sino que el gesto sea creíble y a la vez educador. Aunque es difícil producir algún sentimiento contemplativo en quien responde escribiendo “yo no soy un negro de Moreno”. El albertitere, el mamuschka, repiten como mantra peludo, porque sostienen que él es portador de Cristina en las entrañas del futuro gobierno. También lo decían de Néstor. ¿No tiene Alberto, acaso, más a Néstor que a Cristina en las entrañas? Digo, porque uno sentía que Lupín te arropaba, que su cuerpo transmitía calor, el daddy del pueblo más que el padre todopoderoso. No importa si también podía ser El Furia, como dice Jorge Asís. Lo cierto es que el de Alberto será, como el de Néstor, un cuerpo que deberá ser cuidado de la sinrazón de los que se consideran, contra toda ética de la hospitalidad, la reserva moral de la república.  

ELECCIONES A LA NAPOLITANA  

Volvamos al domingo pasado, el día de las elecciones. La escena podría pertenecer al cine clásico italiano pero, aunque está llena de personajes vibrantes y de discusiones injuriosas entre balcones, no se monta en ninguna ciudad al sur de Roma, sino en el Barrio Norte de Buenos Aires, donde el cocoliche aspiracional se transmuta, de generación en generación, en ideación aristocrática.

Con asombro y humor, una loca amiga, internada en el Sanatorio Anchorena, me cuenta que, la noche de las elecciones, apenas se anunció que Alberto Fernández sería el nuevo presidente y que Cristina volvía al gobierno, se oyó gritar de pronto, en medio del silencio, como desde el mismísimo infierno “¡Por fin te vas. 4 años cagándonos la vida!”. Al nombre del presidente la voz tonante le añadía algunos insultos que no vale la pena repetir, por machirulos, y para no darle prensa a la contra.

Desde la ventana del cuarto de mi amigo enfermo, que daba a un pulmón de manzana, se hinchan edificios de departamentos intrascendentes (“si los trasladas a Floresta no desentonarían”) y de uno de sus balcones y aferrado a las rejas, como un preso de años al que un mesías le anunció la salvación, se veía al hombre sacado de sí. ¡Para qué! En esa zona donde la maceta en el balcón se confunde con la fantasía de un sendero de nogales propio, los votantes del oficialismo son mayoría absoluta. Semejante oprobio les hizo estallar el corazón, como el unitario en El Matadero; merecía una respuesta urgente y equivalente. Hombres y mujeres en evasión al rubio y de repentino lenguaje canalla, comenzaron a invocar desde balcones vecinos los supuestos PBI que la expresidenta habría canjeado por carteras Louis Vuitton, y que así y todo “los planeros” la seguían votando.

Luces y gritos hicieron un espectáculo impensado, y mi amigo se solidarizó desde la ventana hospitalaria mediante epítetos que superaban a los usados por los contendientes. Loca siempre dispuesta a hacer primar las luchas transversales de los precarizados, sintió que los insultos iban dirigidos también a ella, y que muchos provendrían de gays angustiados por el regreso de la barbarie peronista.

LAS PAJARAS SIN PLUMAS     

A fin de cuentas, hemos visto pavonearse a varias pájaras de estas en las manifestaciones oficialistas de “valores republicanos”, justo cuando se cometían las más variadas formas de violencia institucional. Y ni hablar las económicas. Ahora atraviesan mi pensamiento, como otro insulto, las imágenes de Juan José Sebreli del brazo del diputado incontinente Fernando Iglesias. O a Osvaldo Bazán en una diatriba republicana a la bartola, subida a las redes, en las que cometía, en su desesperación por “mover el amperímetro” para que ganase Macri (un lugar común que usó como mantra) la locura de querer erigirse como faro ciudadano contra intelectuales y artistas que apoyan la fórmula del Frente de Todxs, con un remate que hubiera indignado a los próceres tanto como a los que están hoy hundidos en el estanque de la miseria: “seamos libres, lo demás se arregla”. Por favor.

Calles de Barrio Norte, convertidas en L´Oro di Nápoli sin Vittorio De Sica ni Sofía Loren; homosexuales indiferentes al sufrimiento de los expulsados por los republicanos de la república ideal de Cambiemos: alegoría de un país en el que no es que haya repentinamente triunfado el lenguaje del odio, sino que en todo caso ese triunfo es transhistórico. Regresa siempre como fantasma y farsa, apenas una traducción que ha puesto en circulación el nuevo sujeto social de Cambiemos. La mayoría, hijo de la movilidad social ascendente promovida durante el peronismo, del que ahora son los enemigos acérrimos y orgullosos propietarios de balcones con vista a la Avenida Santa Fe.

La eficacia acreditada por la máquina de subjetivación de Cambiemos, inscripta en una corriente que devino pretendido universal sellado, se apoya en sermones mediáticos sobre la vía de escape de la zona de confort, la virtud del egoísmo creativo y el mérito individual (la única filósofa que deslumbró a Macri fue Ayn Ryand, la que sostuvo que el capitalismo incontrolado e irregulado crea las condiciones de humanos superiores libres, como Mauricio, el hijo de su padre, que no necesitó de Ayn para enriquecerse, sino del Estado), y le vino como anillo al dedo a la clase media cuyo afán de distinción es una variante contemporánea de la simulación mimética de inmigrantes que querían pasar por “gente bien”, del mismo modo que la oligarquía por expatriados parisinos (ahora de Miami), y muchas locas caceroleras de derecha, por émulas de Margaret Thatcher. El “Hombre Nuevo” de Cambiemos nace bajo el régimen de la minipimer social: el producto cultural logrado es un ñoqui que se cree vol-au-vent, y el económico, un desquicio que, de componerse, otorgará al próximo gobierno el certificado de calidad keynesiana.

EL REGRESO DE LA YEGUA

Una caricatura que circula por las redes define el semblante de la indignación: una señora cruzada de brazos vocifera que no le interesa la política, porque “gane quien gane, al otro día siguiente yo tengo que salir temprano como siempre, a decir que Cristina es una chorra”.

Norma Desmond, en Sunset Boulevard, certificaba que “nadie deja nunca a una estrella”, porque “eso es lo que las vuelve estrellas”. La militancia, que el domingo 27 fue multitud junto al búnker del Frente de Todos, le dio la razón, aunque la estrella a la que nunca dejan es una de las últimas grandes estrategas políticas de la Argentina, mal que le pese a Beatriz Sarlo, de pronto entusiasmada, boquilla en mano, con Alberto Fernández.

¿No es Cristina, acaso, el fantasma tan temido por otra Beatriz, la Guido, vapuleada por Arturo Jaureche como la escritora prototipo del medio pelo argentino? ¿No es otra de las formas de Eva, la degenerada que todavía hoy es materia de disputa (es increíble que su imagen en la 9 de julio haya sido apagada bajo Cambiemos), por ejemplo cuando aparece en trance de orgasmo en la tapa de Noticias, como si desde el poder omnímodo se masturbara sobre el suelo de la patria? Cristina es, para páginas web truchas de los servicios, la madre desalmada de una supuesta hija con síndrome de down, oculta en un convento. La asesina del marido. La todopoderosa. La compradora de vanidades compulsiva. El falo invertido que postula un caos. Es que el mito, porque estamos hablando de un fantasma y por tanto de un mito, “no necesita de otra verdad que la intensidad de quien lo encarna y la pasión de creer de quien lo cree” . Y no hay mayor mito que el que atraviesa al antiperonismo, perdido desde hace más de medio siglo en sus propios montajes espectrales, en los oscuros pasillos de su inconsciente, ahí donde la pulsión gobierna y lleva a sus cultores a arrojarse una y otra vez en los brazos de los verdugos. Difícil desmontar la marca y el espejismo de clase.

En la próxima Marcha del Orgullo seguramente veremos el rostro de Cristina estampado en una tela, pero para los colectivos lgtbi que seguimos creyendo en ella -algunas locas la amamos, sí, como a una estrella, porque así amamos las locas a quien nos hizo suyas e hicimos nuestra- el rostro ya mítico es el lugar de lo hospitalario y no del odio y el terror. El fantasma de Cristina nos recorre como una buena noticia cada vez que buscamos salir del pozo. Las locas cambiemitas que braman contra ella en los balcones de Barrio Norte se lo pierden.

EL PAPA DE DYHZY

Orgulloso del hije drag queen y cosplayer, él mismo abierto a todas las libertades, dentro de las comunidades lgtbi esperamos por Alberto. ¿Quién llegará al gobierno? ¿El del orgullo y la celebración de los derechos civiles o el presidente que se verá presionado por la derecha partidaria que nos votó siempre en contra? Tengo para mí que semejante componedor de oposiciones sabrá encontrar el atajo para avanzar en una educación sexual que haga la diferencia, es decir, que no esconda bajo la alfombra de los conservadores aquello que estos consideran “ideología de género”.

Promulgadas ya las leyes de matrimonio igualitario y la de identidad de género, la del cupo trans sufre la prensa perversa de quienes creen que se nace con igualdad de oportunidades y solo basta con no dejar escapar el destino de gloria. Este argumento puede entrar en el catálogo de pensamientos de Ayn Rand pero no en un gobierno en cuya plataforma figura los conceptos de solidaridad, igualdad e inclusión. Otra lucha, la del cupo trans, que precisa extenderse en todo el territorio.

 

Y -parece increíble- todavía no existe una ley antidiscriminatoria que contenga taxativamente a nuestros colectivos. Como si ya no fuese necesario, mientras siguen negando a las travestis espacios de trabajo y en las guardias de los hospitales algunos médicos se vuelven con nosotres sádicos con título de la UBA. Como si la policía no fuese culpable de tantos atropellos cuando lo único que se hace escandaloso no son nuestros besos públicos sino el fascismo vecinal. Si las reacciones a nuestra visibilidad urbana se irán aflojando mediante un cambio cultural, contemos mientras tanto con las herramientas de defensa necesarias. Toda transformación, incluso la que originó al sujeto neoliberal, se fragua en cámara lenta. Y demasiado a menudo nace del inframundo de la cultura dominante, mientras esperamos el cambio que no llega, un río espeso donde flotan los cadáveres producidos por los crímenes de odio.