Corría el año 1998. Tardía y casualmente, hacía unos años había empezado teatro, una actividad inusitada, dada mi personalidad apocada. De cómo había terminado en eso, solo puedo contar una parte (contarlo todo comprometería a personas que el paso del tiempo dejó a buen resguardo): estuve un año en la escuela de Psicodrama de Pavlovsky, rodeado de psicólogos que pretendían ser psicodramatistas, y allí tuve la primera impresión en la vida de que hacía reír. Parece que mi mera presencia lo provocaba. Al año siguiente, entonces: teatro.
Además estudiaba Ciencias de la Comunicación. Todavía, cada tanto, me autoflagelo por no haber cursado las siete materias que me restaban. Bueno, estaba actuando. Así que dejé la facu.
Pero actuar no resolvía los grandes dilemas de la vida (no los míos, al menos), sólo ayudaba a aliviarlos un poco. Decididamente iba a tener que meterme con este tema de la terapia, tan negada en mi ámbito familiar, como en la barrita de atorrantes de Chacarita con los que me crié. Era señalada como algo de otro mundo, impropio para los que aprendimos todo de la calle. Algo para locos, en definitiva.
Pero basta de prejuicios, me dije: “que había una chica que te gustaba que a los cinco minutos de cortar con vos estaba en una fiesta besándose con otro y que eso duele hasta los huesos y que seguramente es porque sos un monstruo y que patatín y patatán”. Terapia.
Arranqué con un psicólogo no ortodoxo. Un holístico. Era piola, pero algo tajante. Me sacó de ciertos lugares de confort a fuerza de mazazos verbales (que yo acepté, obedientemente, porque así me criaron). Entre sus recomendaciones, me dijo: “tenés que ir a ver una película”. Me obligó, no me recomendó.
El cine era, por lejos, el lenguaje artístico que más me gustaba. Había fascinación. No podía decirse que tenía “un gusto”, porque era extremadamente ecléctico. Podía disfrutar tanto de una peli iraní, como de una de Woody Allen, pasando por casi todo: el neorrealismo italiano, la nouvelle vague, Wenders, Jarmush, Bresson, Rohmer, puff, no puedo seguir. Quedarían más afuera que adentro.
La película que mi fiera holística me aconsejó que viera fue la que por aquí se hizo llamar En busca del destino (Good Will Hunting). Y claro que fui. Debo haber ido al salir de esa misma sesión (sigo sintiendo que me va a faltar tiempo para todo lo que debo hacer).
Estaba protagonizada por Matt Damon y Ben Affleck, tan jóvenes, tan guapos, tan cancheros, tan rebeldes, tan de la calle (como la barrita de Chacarita), que no pude más que identificarme al instante con ellos. ¿Además, estos pibes, habían escrito el guión? No. No puede ser. Los odio. Ah, no, los amo. Un enorme magma de sentimientos contradictorios me embargaba viéndolos funcionar.
Cuando Matt conoce en un bar a Minnie Driver (una aparición), y la conquista (sin saber que lo estaba haciendo) mientras le da una lección de historia de los EEUU a un universitario parásito muñecote de Harvard para defender a su amigo Ben, que había sido humillado por el parásito, desde la butaca estuve a punto de gritar: ¡goool!
Pero había otras telas para cortar. Mi psicólogo no me había mandado a observar a alguien que se las sabe todas, que le va bien, que es guapo y escribe guiones. Esa solo era la puerta de entrada.
Obviamente, había agujeros emocionales de todos los colores en el tal Will Hunting (el personaje de Matt). Había terror escondido. Era un genio de clase baja, autodidacta, que no se animaba a que los demás se enteraran. ¿Por qué? ¿Se puede vivir dentro de una cáscara, aunque esté bien pulida? La respuesta de la peli es que no, obvio. Y con toda su carga conductista yanqui a cuestas, se ocupa de dejarlo lo suficientemente claro. No estoy criticando al conductismo. No tengo autoridad para eso. Allá ellos y acá nosotros, más entreverados.
Mucho menos podría estar haciendo semejante cosa cuando del psicólogo, en este caso, se encargaba nada menos que Robin Williams. Un ser de otro planeta, que vino a éste solo de visita, a jugar (nunca dejó de ser Mork, en el fondo). Su trabajo es descomunal. Hace una economía de sí mismo que emociona. Es consiente de estar conteniendo esa catarata expresiva que es, y logra traducirlo en emoción pura. Sí, por un rato, fue mi padre, mi Norte: había que enfrentarse a sí mismo, mirar de frente los miedos y animarse a vivir, con todo el dolor que eso seguramente acarrearía.
La escena en la plaza, frente a un lago, en la que Robin le propone a Matt entregarse a la tarea de vivir aún a costa de perderlo todo (incluso su genialidad), me dejó tiritando. Y termina proponiéndole: “ahora te toca mover a vos”.
Más de veinte años después confirmo que el camino es escabroso, que está lleno de accidentes, que los miedos persisten, que muchas veces no sé qué fichas hay que mover o que no sé jugar este juego. Pero luego, siempre, la cabeza vuelve a salir de abajo del agua, se vuelve a tomar aire y se avanza otro poquito, y así.
Y algo de En busca del destino quedó impreso en mí, para siempre. Me dio estructura, sin saberlo. Me conquistó como Matt a Minnie.
Y me animó a intentar desafíos, a pifiarle, a tirarla afuera, a desesperarme, pero a recuperar la línea. Y volver a arrancar.
No le resto mérito a tantas otras pelis compañeras de ruta. Pero ésta tuvo la justeza de alinearse conmigo, bestialmente. De hacerme llorar por los pómulos. De completarme. De dejarme ver un horizonte, allá, lejos, pero uno. De enseñarme que los agujeros se tapan con experiencias, no con cal. Fui su blanco perfecto.
Hoy, se lo agradezco, le rindo homenaje y le respondo desde aquí, desde hoy, que se quede tranquila: que encontré a mi Minnie, que intento seguir eligiendo a cada instante lo que deseo, que solo algunas veces me refugio dentro de una cáscara, y que me ayudó a ver que en la cancha se ven los pingos.
Héctor Díaz es actor y director. Como actor trabajó en innumerables obras: Valeria radioactiva, Casa Valentina, Invencible, Bajo terapia (nominado al ACE 2015 y Estrella de Mar 2017), El comité de Dios, Personitas, ¿Estás ahí?, Chau papá, Estado de ira, 4D óptico, Caperucita (una historia feroz), La estupidez, La modestia, La escala humana y Pater dixit, entre las más destacadas. Ha sido dirigido por Javier Daulte, Rafael Spregelburd, Daniel Veronese, Ciro Zorzoli, Pompeyo Audivert y José María Muscari, entre otros. A lo largo de su carrera, recibió el premio Trinidad Guevara (por La estupidez) y diversas distinciones a los premios ACE, Clarín, Teatro del Mundo, Getea y Arte Vivo. Entre sus trabajos como director se destacan Amor de película, Salvajes, La madre que los parió, El reportero, Neblina (grupo Piel de Lava), Proyecto vestuarios (director adjunto junto a Javier Daulte), El regalo de mamá y El malogrado. Trabajó también en televisión y cine, en películas como La cordillera y El estudiante (de Santiago Mitre), La flor (de Mariano Llinás), Como caída del cielo, La despedida, Dormir al sol, Mujer conejo, entre otras. Actualmente dirige Amor de película, en Espacio Callejón, Humahuaca 3759. Todos los jueves, a las 21.