Amanda 6 puntos
Francia, 2018.
Dirección: Mikhaël Hers.
Guion: Maud Ameline y M. Hers.
Duración: 107 minutos.
Intérpretes: Vincent Lacoste, Isaure Multrier, Stacy Martin, Ophélia Kolb, Marianne Basler, Greta Scacchi.
Una de las peores pretensiones del cine (por algún motivo que habría que investigar muy raramente se da en otras formas narrativas) es la de liberar al espectador de su dolor en trámite express, haciendo que su objeto de identificación (el héroe o la heroína) expíe el suyo, en un lapso anormalmente breve. En la vida, hacerlo lleva años. En el cine las cosas urgen, hay poco tiempo. Noventa minutos, un par de horas. De allí que unas escenas después de haber sufrido un trauma psíquico grave, el héroe o la heroína se reconectan con el lado positivo de la vida y vuelven a sonreír, como si en lugar de perder a un ser querido hubieran extraviado un paraguas o un sombrero. Es lo que sucede en este film francés, desbaratando de un solo golpe lo que hasta el momento se había construido no sin algún tropiezo, pero con cuidado y delicadeza. Uno se queda pensando qué necesidad había.
De entrada y anticipando lo que va a suceder, más que en la relación entre la pequeña Amanda (Isaure Multrier) y su madre Sandrine (Ophélia Kolb), el relato focaliza sobre Amanda y su tío David (Vincent Lacoste), ya que éste, que tenía que ir a buscarla al colegio, se descuidó y llega tarde. Amanda tiene siete años, es rubísima y le encantan los postres chorreantes de crema. Sandrine trabaja todo el día, por eso necesita pedir a veces la colaboración de su hermano David, que trabaja para una inmobiliaria y talando árboles para la municipalidad. Entre los tres impera una felicidad perfecta. Aquí hay dos posibilidades: o se sigue narrando la felicidad o se la interrumpe bruscamente. Que es lo más común, porque se supone que el cine es una forma dramática y en el drama tiene que haber conflicto. Aquí esa interrupción se opera de la mano de un daemonium ex macchina rigurosamente actual: el atentado terrorista islámico. Que se da no sólo de golpe, como corresponde, sino luego de una elipsis tal que lleva unos segundos (y hasta unas escenas) rearmar la situación.
Podría pensarse que es una enormidad narrativa recurrir a semejante disparador. Pero bueno, un atentado sobre blancos civiles es, en sí, una enormidad, y esa enormidad puede afectar a cualquiera. De allí en más la historia es la de la obligada maduración del veinteañero David, que debe hacerse cargo de su sobrina, y la del duelo gradual de Amanda. Como suele suceder en el cine (y en la vida), Amanda demuestra mayor practicidad y decisión que su tío, dándole órdenes y poniéndole límites, mientras David no sabe ni cómo consolarla cuando tiene una crisis de llanto. Hay personajes adventicios, de variada importancia. La más relevante es Léna (Stacy Martin, a quien pudo verse en Nymphomaniac, Godard Mon Amour y Todo el dinero del mundo), una inquilina con la que David inicia una relación, y después están Maud (Marianne Basler), una señora encantadora que es tía de Sandrine y ayuda a David con el cuidado de Amanda, y Alison), mamá inglesa de David y Sandrine (la reaparecida Greta Scacchi, con cabello castaño). David no la ve hace como veinte años y sigue resentido con ella, porque los abandonó de chicos. Oportunidad de reconciliación.
Hay algunos signos de que esto no está del todo bien. Que Alison esté como si tal cosa después de lo que pasó es uno de esos signos. Una musiquita melosa que empieza a asomar en ciertas escenas emotivas es otro. Un fuerte abrazo de Amanda, de esos de agarrar y no soltar, estilo “ahora te quiero en serio”, otro. Lo mejor que tiene la película son los llantos de David, bruscos, torpes e imprevistos, que generan una bienvenida incomodidad. Pero es allí que David y Amanda van a un deus ex macchina llamado Wimbledon y basta que un tenista se sobreponga a la derrota para que ¡plop! Amanda pase del llanto a la risa. Y colorín colorado…