El traspié macrista se acerca a su fin y en materia económica no existe balance positivo alguno, ni siquiera entre sus partidarios más recalcitrantes, quienes apenas pueden hablar de cuestiones inasibles y en las que tampoco las cuentas están en orden, como la institucionalidad, la transparencia o la supuesta expansión de la infraestructura. Los más realistas se conforman con el nuevo equilibrio de poder surgido de las urnas, el aglutinamiento del histórico voto antiperonista. Pero el dato incontrastable e inocultable es que el proyecto político del macrismo fracasó por su insustentabilidad económica. Como se preanunciaba desde el primer día, la propuesta del mainstream ortodoxo para países como Argentina terminó nuevamente en un profundo deterioro de los indicadores sociales y en una súper deuda que condicionará la economía de los próximos años. Estos dos factores, deterioro social y endeudamiento, pero especialmente el último, constituyen el verdadero legado de largo plazo de la administración cambiemita.
Lo irremediable es que tanto la estabilidad macroeconómica como el crecimiento quedaron subordinados a la renegociación de una súper deuda. El macrismo fue el gobierno que más rápido y más intensamente endeudó y que, para coronar y consolidar el desastre, trajo de vuelta al FMI, con quien también generó un endeudamiento extraordinario. Tan preocupante como las condicionalidades que se heredarán, es que el proceso de endeudamiento no tuvo límites ni institucionales ni políticos.
Para comprender mejor la dimensión del problema se necesita hacer el breve esfuerzo de recorrer unos pocos números. Lo primero que debe dimensionarse es la magnitud y velocidad del endeudamiento; lo segundo es la carga que representa.
Sobre la primera dimensión basta decir que la deuda pública pasó de poco más del 50 por ciento del PIB en 2015 al 90 por ciento en agosto pasado. Para fin de año, se estima que rozará el 100 por ciento. La deuda que importa, sin embargo, es la nominada en la moneda que el país no puede emitir, es decir la deuda externa, la que en estos años pasó del 36 al 72 por ciento del Producto, es decir se duplicó exactamente. (El PIB de referencia es de 430 mil millones de dólares).
Mirando hacia adelante, lo que importa de la deuda no su magnitud absoluta, sino la segunda dimensión, la carga que representa en función de los recursos que la economía genera, es decir la estructura de vencimientos, así como a quién se le debe y en qué moneda. En los próximos cuatro años la administración de Alberto Fernández deberá pagar, redondeando cifras, casi 170 mil millones de dólares, es decir el equivalente al 40 por ciento del PIB. Si se excluyen los vencimientos en pesos, el número se reduce a algo menos de 130 mil millones de dólares o 30 puntos del Producto.
Considerando la deuda pública total (pesos y dólares) los vencimientos de 2020 suman el equivalente a 57.700 millones, los de 2021 28.400 millones, los de 2022 43.700 y los de 2023 38.400. Si se despeja la deuda en pesos los vencimientos se reducen a 30.400 millones de dólares en 2020, 20.400 en 2021, 40.700 en 2022 y 35.400 en 2023.
El punto a observar es que cuando se despeja la deuda en pesos, en 2022 y 2023 casi no hay diferencia en materia de obligaciones en divisas. Ello se debe a dos razones, los vencimientos de deuda en pesos (letes y bonos) se concentran en los próximos dos años y los vencimientos con el FMI a partir del tercer año. El detalle muestra que al Fondo se le deben pagar, siempre redondeado cifras, 1200 millones en 2020, 4900 en 2021, pero 21.100 y 22.000 en 2022 y 2023, respectivamente. Resulta evidente que los vencimientos con el FMI se estructuraron a propósito para ser renegociados, es decir para que no quede más alternativa que pasar del crédito puente o stand by, que demanda ajuste fiscal, al de facilidades extendidas, que obliga a las famosas “reformas estructurales” (fiscal, laboral y previsional).
Cuando la oposición legislativa de 2018 llamó a una reunión extraordinaria para tratar el acuerdo con el FMI quedó en total minoría. A la hora de las culpas deberá recordarse que la decisión de un pequeño grupo de funcionarios de endeudar por generaciones contó con la aquiescencia del grueso de la clase política. Más allá de lo que el Congreso podría haber hecho, no fue sólo un problema de limitaciones en los mecanismos de control constitucional, como le gusta pensar a los profesionales del Derecho. No se trata de pasar facturas históricas, sino de comprender la sociedad real en la que se deciden las políticas económicas.
Regresando a los números lo que se observa también es que los vencimientos mayoritarios de 2020 y 2021 son con privados. La carga fuerte con el FMI aparece recién en el tercer año. Si bien se trata de renegociaciones que van juntas, lo cierto es que la más inelástica, la que no se puede defaultear sin convertirse en parias globales e incluso, en la era Trump, sin sufrir represalias, son las obligaciones que se presentarán a partir de 2023, dato que puede dar cierto aire para políticas expansivas en los primeros dos años de gobierno.
En cualquier caso, el dato inexorable de la herencia macrista es que generó una crisis externa, que dejará una economía en virtual cesación de pagos y que frente a esta realidad no existe más alternativa que renegociar y reestructurar los vencimientos. En este punto comienza el burocrático e intricado mundo de las reestructuraciones soberanas y sus distintos modelos, por ejemplo con o sin quitas de capital, con o sin quita de intereses. La evaluación preliminar parece indicar que Argentina necesitará una reestructuración con quitas de capital e intereses y, además, no realizar pagos los primeros años para que la economía salga del estancamiento. La forma concreta que tomará esta reestructuración será el debate de los próximos años.