I.

Ella, con el vocativo, "Ger, Ger," repite, y se acerca para ver el proceso. Él, con los dedos genitivos dentro de la boca del verbo temer, saca el sustantivo temor y, poco después, del verbo amar, el sustantivo amor.

II.

Lo mismo separado en lo unido. Raro oficio gratuito de mirar alrededor y ver, y sentir, y escribir con lo que se siente viendo. Las antiguas formas de ser escritor, tan vigentes todavía, se enquistan en sus ampulosas maneras. Pero hay otras formas de hacerlo entre los huecos del cuarto, los juguetes de la niña y los vapores del fogón.

III.

Hacerlo escalando las laderas de las preguntas y resbalando por la pendiente del silencio. Hacerlo celebrando cuando uno sí y el otro no, cuando el otro sí y uno no. Celebrando el altibajo, el a veces, lo mismo separado en lo unido, el mejor momento.

IV.

Una vez al día ella cruza un puente. Al otro lado, a veces, los pescadores rítmicos y mudos, a veces, los camalotes, a veces, un pájaro, a veces, un perro, siempre la poesía, le dicen, "buenos días, Cecilia," antes de fundirse la mañana en el agua.

V.

Y en medio hemisferio llega la noche. Un hexágono semi infinito que se decanta como causa y efecto del día, acaso un poco más. Fuera del hogar quedan las palabras quejumbrosas, los falsos gestos en el aire, la lástima impuesta por razones ajenas a la voluntad.

VI.

Un caos de besos, anécdotas y escrituras a la hora de la cena, un silencio de lectura mientras el televisor cuenta amores de novela, y los libros narran, y los noticieros odian, y la niña se sienta sobre la falda de la madre que escribe, justo en el momento en que ella encuentra la metáfora, entonces el hombre deja sus cuadernos, para ofrecer los brazos libres y llenos, porque son lo mismo separado en lo unido.

VI.

Hay un ritmo en el hogar de los que escriben. Un reino semántico de quehaceres que se cruzan de brazos y esperan, esperan, esperan, cien minutos, cien años, hasta que el adjetivo encuentra su lugar y el verbo se conjuga en plenitud. Sólo entonces las ollas vuelven a bullir el alimento, y las arañas temen por sus telas y todas las cosas que ocurren en todos los hogares, también ocurren aquí, sin grandilocuencia.

VIII.

Y un día, se da vuelta el mejor momento para viajar a Rusia o a Mendoza. Se da vuelta y dice que es el mejor momento. Y el viaje se hace a Rusia o a Mendoza. Y van los tres, la mujer, el hombre y la niña. Van seis ojos y tres corazones, miran las montañas y sienten la nieve de Rusia o de Mendoza. El mejor momento se da vuelta otra vez y vuelve a mirarlos. Incluso en casa el mejor momento los miraría, y podrían sentir la nieve, y podrían ver las montañas, pero viajan. Y lo disfrutan.

IX

Relato de los días siguientes. Acápite: abrir los ojos y sentir el agua. Primer párrafo del beso y los libros. Segundo párrafo en las aulas con un sueño en cada mano y un mate cocido infinitamente verde, tibio de esperanza. Y en el mismo párrafo sembrar la palabra dignidad, la palabra justicia, la palabra palabra. Tercer párrafo otras aulas, y a redoblar el sueño, a multiplicar la lucha. Cuarto párrafo el regreso con las ideas claras y el corazón fortalecido.

X.

En la noche, la escritura vuelve a buscar su espacio por canales lentos de sombra, pasa por las geometrías que traza la luna y transmuta en palabras encubiertas que tienen el poder de descubrir otras palabras. Una sutil batalla vengadora contra los tropos de la pobreza, un testimonio de las epifanías del amor y las paradojas del viento. El mejor momento, siempre dispuesto, los mira, los mira, y ellos a su vez lo ven, ni en las más aciagas circunstancias lo pierden de vista.

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