“El presidente Macri empezó a escribir los trazos duros de la prosa que gobierna. Lidera una administración que no tiene derecho al error, como etapa histórica. Un eventual fracaso significaría el regreso del populismo por un tiempo previsiblemente largo. Al revés, una gestión exitosa de Macri podría modificar sustancialmente la vetusta política argentina, sus viejos códigos y sus anquilosadas estructuras. Podría dejar atrás a la dirigencia política que debió irse con la gran crisis de 2001 y que, por el contrario, encontró un refugio oportuno en el kirchnerismo”.
Esto dice la nota de Joaquín Morales Solá del 13 de diciembre de 2015. El editorialista no es, como se sabe, un analista objetivo, sino un operador de la línea política que impulsa la derecha local y global para nuestro país. Pues bien, la apuesta ha fracasado rotundamente. Ese es el dato principal que se deduce de la amplia derrota electoral del oficialismo. La “vetusta política argentina” ha ganado las elecciones. El tablero de la “nueva política” se ha desparramado por el suelo y ahora tendrá que ser reordenado. Es un cimbronazo histórico, un fracaso estrepitoso que los nuevos editoriales de Morales Solá y sus socios procurarán esconder en el juego de las anécdotas y las operaciones. Lo primero es tratar de minimizar lo ocurrido: Majul, siempre en el límite externo del ridículo, diagnostica un “empate técnico”; todos procuran elevar la moral de la tropa propia y preparar las nuevas embestidas mediáticas contra la democracia. El presupuesto de la operación es, una vez más, el ocultamiento. En la presentación oficial del frente de todos sobresalió la intervención de Axel Kicillof: “tierra arrasada” fue su diagnóstico. Ninguno de los demás oradores lo desmintió. Y ese es el punto de partida verdadero de la nueva experiencia política que se iniciará el próximo 10 de diciembre. El reconocimiento de la gravedad y la intensidad del daño que la política macrista descargó contra la sociedad argentina es el punto de partida de cualquier estrategia democrática en la actual coyuntura. Cualquier intento de alivianar el diagnóstico o de esquivar su centralidad equivale a una lisa y llana mentira, cualesquiera sean los móviles que intenten justificarlo.
El país, el pueblo, la democracia ha emitido su veredicto. Claro, contundente e inequívoco. Este es el punto de partida de cualquier análisis con pretensiones de objetividad. Las letanías “republicanas” no son más que un eco lejano de aquellas expectativas que el editorialista de La Nación formulara esperanzado hace cuatro años. Hay que aceptar, aunque sea por un momento, la realidad. Y el mundo democrático argentino tiene que celebrar que la realidad política se haya impuesto bajo el estricto imperio de la legalidad democrática. Más aún, soportando las trampas electorales, los abusos de poder y la burla sistemática de la ley que son el sello identificatorio del grupo gobernante que empezó a retirarse de la escena. Treinta y seis años después de la recuperación del estado de derecho, los argentinos y argentinas celebramos una victoria frente a los nostálgicos de la dictadura y ratificamos que la democracia –pobre y recortada como está por el peso fáctico de los poderosos- sigue ejerciendo su poder y mostrándose como el camino para fortalecer al país y para hacer respetar la voluntad popular.
El fracaso histórico del proyecto refundacional de la oligarquía argentina es el dato principal del resultado electoral. La elección no marca una alternancia, no señala la marcha de un péndulo. Significa la profunda crisis, la provisoria bancarrota de un proyecto de dominación. ¿Cómo ignorar la extraordinaria sincronía del voto de los argentinos con la insurgencia del pueblo ecuatoriano contra la traición del voto popular? ¿Cómo separar nuestro claro pronunciamiento popular del levantamiento del pueblo chileno contra el régimen político extorsivo montado en ese país, regido todavía por la Constitución de Pinochet y cuyo rumbo político suscitó el amor incondicional del coro regional y mundial del neoliberalismo?
Los pronosticadores del fin de ciclo popular en la región han fracasado. Los adoradores de la capacidad de las derechas para apropiarse del lugar de la democracia, la república y la modernidad hacen prudente silencio. Claro que nuestro proceso de transformación política se enfrenta hoy cara a cara con el desafío de enfrentar el terrible balance del saqueo neoliberal. La amenaza de la hiperinflación, la crítica realidad del endeudamiento, la pavorosa herencia social que deja la derecha conforman un cuadro que no admite el simple regocijo por el fracaso del antagonista. Pero resulta más importante que nunca el establecimiento de un diagnóstico acertado. Se puede triunfar o no en la lucha por desprender a nuestro país de la lógica que se impulsa desde los centros imperiales y que tienen en el Brasil de Bolsonaro su rostro más patético. Pero la pretensión de someternos a esos dictados es simplemente la decisión de un suicidio. El punto de partida de la victoria popular fue la unidad. La unidad es también la clave del éxito en la etapa que se abre. Ya no existe el móvil que le dio el primer impulso a la unión, la necesidad de poner fin a la catástrofe macrista. Ahora es el tiempo de abrir una nueva agenda. Reparadora en lo social, enfocada hacia el desarrollo, la inclusión social y la recuperación de derechos, hacia el federalismo, la soberanía nacional en el ejercicio de una política internacional independiente y sostenida de modo excluyente en el interés nacional.
Se discute quién liderará la oposición. El punto de arranque es no solamente la derrota electoral sino la grave crisis política y moral que envuelve a la coalición que se aleja del gobierno. A varios de sus principales actores los esperan arduas jornadas judiciales. Más que su eventual liderazgo importan las formas y la agenda que vaya a adoptar. La prudencia y el reconocimiento de la grave situación social en la que estamos sería una contribución importante a la vida democrática. Para que eso pueda ser viable hacen falta, por lo menos, dos condiciones: el retiro inmediato del centro de la escena de las figuras más comprometidas con la nefasta experiencia de estos últimos cuatro años y la separación de la élite opositora emergente del discurso revanchista en el que persisten los oligopolios mediáticos, en nombre de los beneficiarios de las políticas del gobierno que concluye.