La floración malsana de organismos públicos que realizan tareas de “inteligencia” con intenciones inconfesables es un problema que amenaza a nuestra democracia imperfecta.
Se ha consolidado una salida laboral abyecta: la del sicariato del voyeurismo, rentada y rentable. En el primer caso, pagada con el dinero del contribuyente, y con plata sucia el segundo. O sea, los argentinos estamos financiando directa o indirectamente la conspiración. Esta legión de cómicos de la lengua se soterra en la AFI y en la UIF, y también en las reparticiones de “inteligencia” de la policía, la AFIP y otros organismos de seguridad y de defensa.
No hay ninguna posibilidad de que el Poder Ejecutivo y la Justicia federal puedan desempeñar sus funciones con libertad y sometidos a la exigencia ciudadana de rendir cuentas, en mitad de ese bazar fenicio, que a la hora de cierre del turno de ofertas se concentra en el lavado del dinero y en todo tipo de exhibición de riquezas y hábitos propios de maharajás haraganes.
El pedido de opinión que el juez de Dolores, Alejo Ramos Padilla, hizo a la Comisión Provincial por la Memoria (CPM), presidida por Adolfo Pérez Esquivel, desató una típica filípica nacional, donde --como en nuestra tierra siempre es de noche-- todos los gatos son pardos. Presente griego para una ciudadanía ya suficientemente aporreada.
Desconozco el tenor de la manda judicial, pero puedo especular sobre algunos tópicos. Se podría, por ejemplo, argumentar que la CPM no es un organismo técnico (como el “Cuerpo de Peritos Calígrafos Oficiales”). Y se puede responder desde la lógica que la oficialidad no garantiza la idoneidad, como lo ha demostrado la pericia de David Cohen en la causa por presuntos sobreprecios en la compra de Gas Natural Licuado (GNL), que no sólo fue extraída del “Rincón del Vago” (hablando metafóricamente), sino donde la propia labor del auxiliar de la Justicia está comprometida por su conducta personal.
También se podría objetar el hecho de haber entregado a la CPM información sensible concerniente a terceros, o la divulgación de cuestiones protegidas por el secreto profesional, o la ausencia de traslado a la parte querellante y a los defensores antes de que se inicien las operaciones periciales. Con seguridad, serán argumentos de recursos apelatorios que reclamarán la nulidad del informe, si así ha sucedido. Es que para obtener la justicia en el ámbito del Derecho, no sólo hay que tener razón: hay que saber pedirla y que nos la quieran dar.
Pero todas estas cuestiones no pasan de ser discusiones académicas, y en algún punto frívolas de mi parte, por no suficientemente conocer la causa.
Sí, en cambio, puedo afirmar que contrabandear el hecho de que una legión de organismos oficiales esté espiando a una muchedumbre de ciudadanos, con el fantasma de una “Conadep del periodismo” (comisión cuya creación implicaría un brutalismo inimaginable), o con una amenaza a la libertad de expresión, constituye en el mejor de los casos una simplificación y en el peor un encubrimiento liso y llano.
Aunque uno no comparta lo que el otro dice, no se deben medir los sacrificios para lograr que pueda expresarlo. Para tener dicha convicción no hace falta recordar a un periodista criollo como Rodolfo Walsh, quien sentenció que “el periodismo o es libre o es una farsa”.
Haber materializado las maniobras que investiga el juez Ramos Padilla tiene como primera víctima propiciatoria al propio periodismo. Si el código deontológico de la profesión se escribiera en el futuro con los restos de un trabajo judicial descalificado u olvidado, entonces todo le estaría permitido. Malas son las fronteras porosas.
El manual de estilo de cualquier medio de comunicación comienza así: “el propósito al redactar cualquier noticia es comunicar hechos e ideas a un público lector heterogéneo”. No un hecho sacado de su contexto, o una idea aislada de ideas opuestas, o hablarle a Juan para que escuche Pedro, o --como hace el tero-- poner el huevo en un lado y gritar en otro.
Eso no es ni será periodismo, sino operación, un género dañino y un pobre destino para quien trabaja de informar. A diferencia del Derecho, el periodismo tiene un límite más laxo aunque severo: la creencia de estar informando y la certeza de no estar colaborando con otros fines.
Yo no critico a las organizaciones profesionales que confunden el uno de espadas con el cuatro de copas, ni a los columnistas que insisten en los títulos tan grandilocuentes como engañosos, ni a las solicitadas de a página que sostienen institucionalmente a todos los anteriores: es la exteriorización de un poder de fuego, y están en su derecho si no violan la ley.
Pero no me olvido de periodistas a los que respeto o admiro, quienes fueron víctimas del miasma de los mirones , o que desdeñaron “datos” acercados por ellos. El rigor profesional nunca puede ser lo mismo que la negligencia.
Desde mi punto de vista, reitero, los “servicios de información” son la primera y principal amenaza que se cierne sobre nuestros jirones de democracia patria. Lo único que nos faltaría es que, como pasajeros de un furgón de cola, esa pandilla de filibusteros de albañal se llevaran al periodismo de convidado de piedra.