“La memoria funciona de forma radial, es decir, con una cantidad enorme de asociaciones, todas las cuales conducen hacia el mismo acontecimiento”, afirma John Berger cuando relaciona la fotografía con la memoria. Y es también lo que sucede en Las chicas no lloran, primer libro de Olivia Gallo donde ese acontecimiento, vale decir, la temática central de cada historia, su núcleo, su conflicto, no es planteado nunca de modo directo sino que se resuelve a partir de pequeños giros y sutiles detalles que se materializan a veces en un gesto, un breve diálogo, una mirada o simplemente en el silencio, como sucede en “Caramelos ácidos de limón”, donde una joven cuenta la historia de Mariano, un amigo de la familia por quien siente lo que suele denominarse amor platónico “Uno a uno los papás fueron prohibiéndoles a mis amigas que se juntaran conmigo, pero no me importó. ´Mejor –pensé–; así ninguna otra se casa con Mariano”. Sólo que ese hombre es mucho más complejo de lo que parece al principio y no tardará mucho en desplazar los recuerdos inocentes y alegres que tiene la narradora a partir de un acto tan decisivo como inexorable. “'Vas a ver algo que nunca más vas a volver a ver', me dijo de nuevo, mientras subíamos por el ascensor de su casa”.
La escritura de Oliva Gallo pareciera muchas veces actuar como un modo de resignificación de la experiencia vivida, ya sea para salvarla del olvido, o también, y por sobre todo, para poder entender un momento específico que pudo haber pasado desapercibido en la vorágine de la adolescencia y los primeros años de juventud. Porque lo más interesante que tiene Las chicas no lloran es su tono íntimo y hasta confesional, por momentos, que genera la ilusión de lo autobiográfico. “La primera foto es de cuando estábamos por volver. La sacaste en la estación mientras esperábamos el micro que nos iba a llevar de vuelta a Buenos Aires”, piensa la narradora en el cuento que lleva por título el libro mientras observa cinco fotografías del viaje que hizo con su novio a San Antonio de Areco. Claro: ahora podría pensarse en ese lugar común de quien es motivado por una fotografía para reconstruir el pasado. Sólo que en este caso sucede algo muy distinto: la presencia de las fotos establece una forma de diálogo donde prevalecen dos planos de una misma realidad narrativa. La fotografía, que es estática, logró capturar un determinado momento. ¿Pero qué cuentan? En el otro plano, hay un hotel y la visita al Museo Güiraldes; hay sobre todo una noche en un bar, baile y un karaoke para que finalmente se ponga de manifiesto lo que está ocurriendo en lo más íntimo de esa pareja. “Nos tiramos en el pasto a eso de las cuatro de la tarde. Ese día a las siete nos volvíamos. “¿Sabés lo que significa karaoke?” “No”. “Es una palabra japonesa. Quiere decir orquesta vacía´”.
En “Áfrika”, cuento que abre la serie, una pareja de novios muy jóvenes inician un viaje que cobrará su verdadera dimensión recién cuando la narradora comience a dejar traslucir la problemática familiar de su primer amor, un muchacho que tiene la imperiosa necesidad de crecer para librarse del maltrato. “Nunca fui una de esas chicas sin miedo. De esas que avanzan por la vida como si el mundo fuese un gran supermercado lleno de ofertas accesibles y llamativas”, piensa la narradora en “El lugar más seguro del mundo”, donde los miedos de la infancia y la adolescencia se reconocen como algo constitutivo de la esencia misma de una joven que recuerda sus vacaciones de verano en Mar del Plata con sus amigas y familia; su abuelo, sobre todo, durante uno de esos días de playa en el que sucederá algo aparentemente banal y sin embargo será tan profundo como el miedo a un tsunami. “En el mar, mi abuelo me preguntó si me acordaba de cuando me daban miedo los tsunami. ´Nos metíamos juntos y yo te decía: ´Ese ruido, ¿no escuchás? Creo que está por venir un tsunami. Y vos entonces me agarrabas de la mano´. No me acordaba pero lo dije sí”. La vida misma pensada como un tsunami que un día podría llevarse todo lo que es parte de nuestro presente cuando somos chicos y quisiéramos que fuera inamovible, algo que de manera subrepticia ocurre también con ese otro abuelo del cuento “Toda la gente sola”, donde la narradora cuenta su visita al geriátrico y mientras por un lado la memoria y la vida se apaga lentamente, por el otro hay que salir a experimentarla y no perder nada de nuestro tiempo. “Del geriátrico me voy al telo. Me delineo los ojos y me pinto la boca en el colectivo”.
Tópicos y personajes que se repiten a lo largo de los cuentos, el uso recurrente de la segunda persona y una prosa despojada, tan cerca de la oralidad o de ciertos mecanismos de pensamientos, son apenas algunos elementos de la técnica narrativa que la joven escritora utiliza para contar sus historias. Las chicas no lloran tiene un interesante sentido del humor y la ironía, un retrato actual también de lo que significa ser joven en una cultura atravesada por las redes sociales. Hay gente que parece venir al mundo con la literatura encima, es cierto. Olivia Gallo escribió un libro poético en el sentido que Marechal le daba al término, no la mera función de lanzar criaturas poéticas sino una manera particular de vivir esa abnegada vocación existencial.