En una realidad plagada de mensajes, informaciones y sentidos para comunicar aún el más insignificante evento de impacto en nuestra sociedad, revelar y descubrir la apariencia de las “verdades” emitidas parece ser más que un desafío, algo casi imposible.
Nuestro mundo cotidiano atravesado por más información de la que somos capaces de albergar mentalmente amerita filtros que hagan posible encontrarnos con un universo conocido, entendiendo que conocido para muchas personas es referencia inevitable de “algo creíble”, de algo en lo que pueda sujetar su andamiaje de saberes cotidianos.
Para que esto no se convierta en una batalla de subjetividades de interpretación multiplicadas al infinito, en donde en apariencia no hay norma alguna, es fundamental sostener y defender ciertos principios básicos que nos constituyen en la realidad que vivimos. Entender a la comunicación como un derecho humano inalienable para todas y todos es un dato básico que, si bien parece obvio, hace falta revelarlo en cada instancia donde las subjetividades de los grandes monopolios de la palabra se imponen de forma hegemónica.
En apariencia, cada libertad de expresión e información, es un paso más de democratización de la comunicación que hace que todas las personas puedan decir algo. En apariencia, esa libertad parece ser un elemento más que se “desregula” bajo el amparo de un Dios de Mercado que tiende a que, todo derecho y garantía quede eclipsado en una autonomía individual que no debe nada a nadie, ni necesita justificarse o entrar en las reglas básicas de una sociedad.
Es fundamental repetir que la comunicación es un derecho humano. Un derecho en donde sus actores intervinientes tengan que dialogar, consensuar y encontrar estrategias de articulación política en el disenso.
Comunicar implica justamente poner en común. Por eso todo diálogo es el mutuo reconocimiento de cada ser humano como agente reflexivo con el derecho a formar parte de la historia común (www.waccglobal.org/ World Asociation in Christian Comunications).
Nuestra existencia resulta de la relación con un otro que vive su experiencia en el marco de situaciones y valores distintos marcados por la situación económica, el género, la etnia, la residencia geográfica, las credenciales educativas, etcétera. Y si comunicar implica poner en común, el mismo proceso conlleva a dialogar sobre lo diverso de esa experiencia en común y reconocer la diferencia de esa experiencia común.
Revelar esto significa que todos los sectores que componen una sociedad (incluyendo especialmente a las iglesias) no pueden estar por arriba de estos principios básicos y que, necesariamente deberán dialogar, articular y buscar estrategias que permitan funcionamientos democráticos. Caso contrario, sospecharíamos con razón cierta que, toda pugna por el respeto a la libertad religiosa, la libertad de expresión y de información, no es más que una apariencia buscada para instrumentalizar la negación de derechos e imponer pensamientos como si fuesen únicos en su interpretación y contenido.
Como una moneda de dos caras, no hay posibilidad de comunicación si no hay algo en común; pero tampoco habría nada que comunicar si no hubiera diferencias. La experiencia de los otros, de las otras, nos debe interrogar todo el tiempo. Por ende, si lo común permite la comunicación, necesitamos “escuchar todas las voces”, sin prejuicios, para poder tomar esas decisiones que atañen a toda la sociedad, que comprometen futuros y que nos demandan ser testigos de un nuevo tiempo.
* Director Ejecutivo de la Agencia Ecuménica de Comunicación , Presidente de la WACC para América Latina.