Un suave olor ácido, que no se parece a nada conocido, es perceptible en el taller de Luciana Paoletti (Cañada de Gómez, 1974), que también es su balcón. Sobre la mesa, junto a un prolijo jardín de cactus y suculentas en macetas etiquetadas, y no lejos de una caja compartimentada con muestras de tierra cuidadosamente rotuladas en bolsitas, hay unos frascos de vidrio también etiquetados, conservando en alcohol algunas hojas de esas y otras plantas. En el alcohol se van diseminando silenciosamente los metabolitos, las sustancias donde se cifra el misterio de la vida y que pueden ser analizadas. Luego de mirar esos tejidos sustraídos al ambiente, detenidos en una especie de líquido amniótico, y escuchar el relato de esta doctora en biología, profesora de microbiología y artista plástica que está por mudarse, aparecen (como en el cuento "La invención de Morel", de Adolfo Bioy Casares) similitudes impensadas entre el método científico de aislar muestras en un medio neutro y la fantasía melancólica de conservar el objeto perdido. Los dispositivos anacrónicos a los que ella da un uso artístico remiten a los orígenes de la ciencia, al gabinete del alquimista. "Las cosas que yo busco en este laboratorio ficticio ya fueron estudiadas pero nunca fueron vistas", explica a la cronista.
Sobre un muro interno del taller, que da a una avenida céntrica de Rosario, se encolumnan fotografías apaisadas. "Mi cumpleaños del 2009", explica Luciana, quien además ha hecho una singular relectura de los géneros del retrato y el paisaje. No se ve ningún rostro sino redondas manchas blancas, rojas y amarillas en un espacio gris.
"Produzco grandes cantidades de los colores que a mí me gustan, con técnicas de microbiología". Paoletti.
Para obtener cada una de esas imágenes, durante el evento ella abrió una placa de Petri, un disco traslúcido con una gelatina embebida en los nutrientes adecuados, todo esterilizado; en ese medio de cultivo cayeron los invisibles "microorganismos que estuvieron presentes en el aire de mi cumpleaños", como escribe en su blog (http://visible‑in‑visible.blogspot.com.ar/). Un rato después lo cerró. Una semana después, lo abrió y tomó una foto macro de las colonias allí crecidas de hongos y bacterias, ya visibles al ojo.
Los cuadros que decoran su living son en realidad fotografías, enmarcadas o impresas en tela, de abstracciones paisajísticas pintadas con cepas de microbios seleccionadas por sus cualidades estéticas. "Produzco grandes cantidades de los colores que a mí me gustan, con técnicas de microbiología", cuenta. "Cuando el hongo o la bacteria cae en la placa no se ve. Cuando lo incubo, crece; lo siembro con técnicas asépticas y lo uso como pintura sobre una nueva capa estéril", dice y da una clase sobre el uso de mechero, ansa y espátula de Drigalsky. En un cuaderno, va anotando cómo obtuvo cada color: "LP 77", etcétera.
Si bien no es su laboratorio, el taller funciona como ficción de laboratorio que le sirve para "juguetear" y probar ideas en su tiempo libre. Una de ellas es extraer muestras de clorofila de las hojas de una misma planta en distintos momentos, de esplendor o mustias, para hacerlas analizar en busca de "marcadores de felicidad". Otras ideas: "aceites esenciales de recuerdos", o "mezclar aguas que nunca se mezclaron y analizar las criaturas que aparezcan". Entre las que llegó a realizar se encuentran los estampados biodinámicos ("embeber en nutrientes el lienzo y dejar caer los microorganismos") y los "bio‑estampados", diseñados a partir de fragmentos de fotografías tomadas de observaciones de bacterias en microscopio de fluorescencia. También creó diminutos "paisajes" efímeros, y retratos microbianos.
"Las cosas que yo busco en este laboratorio ficticio ya fueron estudiadas pero nunca fueron vistas".
"Me encanta esto de siempre tener que ir a lo científico como técnica", dice. "Ver lo que la gente no ve, siento que me da un poder, ver lo invisible y adueñarme: tenerlo, trabajarlo, estudiarlo...".
Su laboratorio propiamente dicho se encuentra en la Facultad de Ciencias Bioquímicas y Farmacéuticas de la Universidad de Rosario, donde se doctoró y actualmente enseña microbiología. Licenciada en Biotecnología y doctora en Ciencias Biológicas, es investigadora asistente de Conicet y trabaja además en el Instituto de Procesos Biotecnológicos y Químicos Rosario. Estudiante de Bellas Artes en la UNR y miembro del Centro de Investigaciones Arte y Contemporaneidad de la Facultad de Humanidades y Artes (un grupo de investigación que dirigen Roberto Echen y Anabel Solari), Luciana Paoletti debe ser la única artista emergente de Rosario que guarda sus colores a ochenta grados Celsius bajo cero y que cuando termina de trabajar en una obra dispone de los residuos en una bolsa roja para desechos biológicos que va directamente al incinerador. Lo suyo, dice, no es el bioarte sino el arte. Su objetivo es mostrar la asombrosa belleza de lo invisible.
"Cuando empecé el doctorado me empezaron a gustar las imágenes que veía al microscopio; para mí eran más que un resultado, y así empecé a estudiar arte", recuerda. "Primero hice taller con Norma Rojas; después seguí Bellas Artes por la noche, mientras de día hacía el doctorado en el Conicet, trabajando ocho horas. En cinco años hice media carrera; cuando cursé el taller de pintura con Roberto Echen, arranqué con mis propios proyectos. En 2011 y 2012 hice clínica de obra con Mauro Guzmán y Nancy Rojas y entonces salí de la computadora, empecé a imprimir y mostrar", cuenta. Para plasmar las imágenes que veía al microscopio, estudió fotografía con Gustavo Frittegotto, Andrea Ostera y Laura Glusman. Hizo clínica de obra además con Alberto Goldenstein, Raúl Flores y Rodrigo Alonso, y participó de talleres, charlas y jornadas por artistas como Guillermo Ueno, Diana Aisenberg o Pablo La Padula, quien como ella es biólogo y artista plástico.
Si bien fue vista en algunos salones y exposiciones colectivas, la obra de Luciana Paoletti merece aportes de espacio y nutrientes; por sus procesos intensivos y breves (de entre 7 y 15 días), y por su necesaria y estrecha relación con un "paisaje" o entorno microscópico local concreto, sus proyectos creativos son ideales para el formato residencia. A falta de otras oportunidades, convirtió en residencia artística unas vacaciones en Santa Rosa de Calamuchita, donde además de tener laboratorio in situ, registró fotográficamente cada toma de hongos y bacterias en el paisaje serrano, la pequeña placa de Petri posada en medio del verde como un dispositivo de observación para repensar esas bellas escenas como lo que son: vida, solamente vida.