Después de la nocturna Hereditary (2018), la segunda película de Ari Aster ensaya un nuevo tipo de oscuridad, en este caso con una luz que casi quema los ojos, con personjes vestidos de blanco y una protagonista rubia que lleva una corriente sombría por dentro: Midsommar es, como dijo su director, una película de ruptura que se convierte en una película de terror, pero también un relato sobre el costado pesadillesco de varios elementos que tontamente podrían identificarse con la felicidad —la ausencia de oscuridad, antes que nada—. En su primera parte angustiante y convulsionada, la enfermedad mental es el motor del sufrimiento y la tensión que envuelven a Dani (Florence Pugh), una chica que toma ansiolíticos y que es una especie de carga no solo para su novio sino para el grupo de amigos de él, todos estudiantes de Psicología. El novio siente culpa por estar pensando en dejarla, y la ruptura directamente se vuelve imposible cuando a ella le toca el golpe más duro de su vida; lo doloroso no es tanto lo que le pasa a Dani, sino entender hasta qué punto está desamparada cuando su grupo más cercano se cuida para no demostrarle que están hartos de ella. Así y todo, la incluyen en un viaje a Suecia cuyo objetivo es visitar y estudiar, para la tesis de uno de ellos, a una comunidad religiosa cerrada cuyos miembros visten de blanco, habitan un paisaje solar hasta lo insoportable y parecen haber encontrado el secreto de una felicidad insidiosa en pleno siglo XXI a fuerza de aferrarse al pasado o quizás, para ser más precisa, de sustraerse al paso del tiempo.
La construcción de este universo es potente: desde el momento en que ingresan a la comuna en Hälsigland, Dani y sus amigos parecen entrar a un mundo de fábula a través de una puerta de madera pintada que podría ilustrar la tapa de un libro, y cuyos pocos edificios a la vista son rabiosamente geométricos y pintados a mano, como cavernas antiguas con mensajes de otra era. La sensación de anacronismo es tan fuerte que nada parece real, ni la pureza de los blancos en la ropa, ni las sonrisas imborrables, ni ese campo de sol de medianoche donde la primera aberración parece ser la abolición completa de la noche y su ciclo natural. El problema de la película es que esto es lo mejor que tiene para ofrecer, y luego hay una construcción narrativa que no está a la altura. La descomposición del grupo humano conformado en su mayoría por estudiantes varones de posgrado, que de modo inverosímil insisten en quedarse a observar una comunidad después de ser testigos de un acto horrendo, difícilmente le importe a alguien, porque ya estaba establecida desde el comienzo de la película su mediocridad (Aster incluso hace desaparecer personajes con excusas que solo son creíbles para la desorientada Dani, y luego se toma el trabajo de mostrarnos cuál fue su destino real). Dani es la única cuyo devenir quizás sigamos con interés, pero la esforzada construcción de su prontuario psíquico y emocional, e incluso la pesadillesca presencia de los padres muertos, se abandona como por arte de magia.
Es poderosa, aunque nada original, la idea de una felicidad conquistada en primer lugar a fuerza de fundirse en un todo social que no deja el más mínimo resquicio para el individuo, pero la tensión de este “descanso” emocional con el pasado traumático de Dani no existe en Midsommar simplemente porque la película lo abandona, más interesada en impresionar con largas escenas que se podrían considerar de alto impacto que en ofrecer un relato sólido. La debilidad de lo impactante es que se consume en su propia llama; Ari Aster toma la arriesgada decisión de ubicar la escena más violenta hacia la mitad de Midsommar y después de eso, cualquier cosa que veamos nos parecerá más o menos irrelevante, pese a lo cual la cámara se demora en cadáveres, fuego, desmembramientos y todo un repertorio inútil, sin duda menos efectivo que el rostro miserablemente triunfal de Florence Pugh y esos destellos de intensidad real que hay que buscar entre los escombros.