Jean-Jacques Courtine, lingüista de formación pero curioso de la historia de las más variadas formas culturales, coautor de una original historia del cuerpo, encontró hace unos cuantos años en sectores muy guardados de la biblioteca nacional de París un conjunto de libros de los siglos XVII y XVIII. Todos estaban conservados y trataban sobre temas tan cercanos y lejanos al mismo tiempo como las maneras de comer, de hablar, de actuar en público, etcétera. Se fijó en uno, “El arte de callar”, cuyo autor, un remoto “Abbé Dinouart”, era seguramente uno de esos curas liberales y racionalistas, tan frecuentes durante el reinado de los Luises en Francia. Tengo ese libro, reeditado, naturalmente, en la década del 70, del siglo XX, nunca vi el original. Como se desprende de ese título indicaba u ordenaba cuándo era conveniente y prudente cerrar la boca, intervenir en una conversación, no ser indiscretos ni invasores, etcétera.
Se trataba, creo, de dos cosas: por un lado, crear las condiciones para el otro arte, el de la conversación y, por el otro, contribuir a una mejora probable de una sociedad todavía rudimentaria, por más noble que se pretendiera; por supuesto, el pueblo bajo, todavía en servidumbre, que sabía callar porque no se podía hacer oír, estaba excluido de ese propósito, sólo era la corte lo que interesaba. La tumultuosa revolución francesa movió el tablero y quienes habían callado, aunque no por discreción, hablaron a los gritos, con las consecuencias conocidas. Podía fijarse en ese estrepitoso acontecimiento el nacimiento de otra época; podemos designarla como “democratización” y atribuirle, excediéndonos un poco, un dominio tanto sobre la palabra como sobre el silencio: “hablo cuando quiero y callo cuando se me da la gana” podría ser el supremo estandarte de la vida democrática que conocemos y los lapsus que esa consigna padeció en los últimos dos siglos y un poco más, dictaduras, despotismos, no voy a repetir el inventario de infamias que conoció el mundo en ese período.
Fuera de ese propósito de prudencia, aconsejable para los cortesanos, el callar de los de abajo, incluso cuando ya tenían derecho a la palabra, podía ser tomado como sumisión y hasta, en lo individual, alto o bajo, como cobardía: callar cuando se asiste a una injusticia por ejemplo; en lo político, como cálculo, callar porque no conviene enfrentar a alguien más poderoso o por complicidad. Debe haber numerosos momentos del callar y, por supuesto, teorías al respecto. En el momento existencialista, por ejemplo, callar era censurable y hablar, como equivalente a la verdad, éticamente indispensable, había que decirlo todo, cayera quien cayese. Y, en el lado opuesto, están las alabanzas al silencio, un modo trascendente del callar, como lo ha explicado Marcelo Abadi tempranamente, sin contar, desde luego, con el silencio de la clausura monacal. En ese punto, tal vez, reside la famosa sentencia que proclamó Wittgenstein, “de lo que no se puede hablar es mejor callar”, o sea, supongo, de Dios, tal como operaba, sin consultarlo y desde hacía siglos, el silencio en los monasterios y conventos.
No obstante, algo queda, irrenunciable y que hay que defender en nuestros días: saber callar es algo muy valioso -otro cantar sería si en lugar de decir tantas sandeces la gran prensa y la televisión argentina aprendieran a callar-y saber conversar aún más, esa estruendosa y vacía invitación a un diálogo que no lo es, porque no implica conversación, actualiza el tema y muestra hasta dónde tiene sentido hablar, escribir en este caso, de eso.
Pero hay más: la invitación a manejar el silencio implicaba, en las páginas de ese prudente sacerdote, una propuesta o un programa; no me parece que fuera una imposición despótica sino, al contrario, tenía que ver con un probable progreso en los modos de vida de una sociedad: hacerla más razonable, mejor, de mayor comprensión entre los seres humanos. Desde luego que se refería a los modos de vida de la corte pero sin duda concernía a la historia de los modos de vida de la sociedad en su conjunto, que por supuesto no se reducen sólo a callar o a conversar.
Paso entonces de eso tan particular como el callar a algo más general, esa historia de los modos de vida de la cual lo primero que se puede decir es que han tardado siglos en configurarse tal como los conocemos actualmente. Podemos imaginar, por ejemplo, que usar corbatas no era una necesidad, como lo fue durante casi todo el siglo XX, en la época de Julio César ni tampoco en la corte de Moctezuma: cuánto se necesitó para que el tenedor o el jabón se convirtieran en elementos casi obvios de cómo había que comportarse. De ahí, de esos ejemplos tan obvios a cómo se vive y se quiere vivir ahora, y de qué se compone ese modo de vida, no hay más que un paso. Antropólogos, sociólogos, escritores se han afanado por descubrir cuales eran los modos de vida de sociedades desaparecidas y como se pasaba de una a otra o, mejor, qué llevaba de una a otra, se supone que más avanzada, al ritmo del desarrollo de la civilización.
¿Cómo es el nuestro? Si bien no se puede generalizar se puede en cambio decir que resulta de un largo proceso de decantamiento y de acuerdos que no siempre fueron fáciles: forma parte, por ejemplo, de nuestro modo de vida, creer en la justicia, trabajar para asegurar el sustento, leer para saber más, sostener ideas y creencias, confiar en los amigos, cuidar a los ancianos y mil prácticas más que, por otra parte, y como ese proceso es general, respaldan también el modo de vida de otros países: vestimos parecido, comemos más o menos a las mismas horas, dormimos en camas, hacemos el amor cuando se da y se puede, deseamos conocer mundos nuevos, queremos que se nos respete, de lo mínimo a lo máximo, todo eso respalda la vida y permite frenar el miedo a la muerte.
Pero, insisto, no hay que generalizar: los ricos, es sabido, se caracterizan por un modo de vida y de otra los pobres pero ambos, hasta que no se decrete la supresión de estos últimos, comparten modalidades en común: reunirse en torno a una mesa, vestir de una manera en verano y de otra en invierno, tratar de comer un asado de cuando en cuando, etcétera, lo propio de una comunidad dada en un momento dado. Pero, desde luego, también hay diferencias: para algunos interesarse por lo político es esencial a su modo de vida, para otros no lo es directamente, para unos conversar es, como quería el mencionado Abate, fundamental, para otros lo fundamental es gritar y así siguiendo.
Hay particularidades y excepciones así como normas no escritas que funcionan como supuestos que garantizan algo así como una certeza de un estar en una sociedad, confiada por lo general, desconfiada en otros casos pero ambas vertientes son propias de un modo de vida en el que nos amparamos y que creemos comprender en actos y en aspiraciones.
Es el nuestro y está en peligro, tal como se puede verificar en cada encuentro, familiar o amistoso; si es de clase media alta, media media o media baja con preocupación por lo que ya no se puede hacer porque no alcanza o porque se cierne una amenaza; si es de proletarios -palabra en desuso pero lo que designa subsiste-, ¿cómo se puede pretender que siga un modo de vida que era espontáneo si está cerca y a la vista uno o más despedidos y si por añadidura, los servicios públicos son implacables y los alimentos parecen caballos de carrera, ansiosos por llegar a una meta que se aleja constantemente? ¿Cómo, después de escuchar los vanos esfuerzos de Macri y de Peña por llenar de palabras un vacío no sólo conceptual sino interno, esa cavidad que suele ser llamada subjetividad, podemos pedir que proyectos e intenciones, relaciones y pasiones tengan sentido? ¿Qué defendemos, si no un modo de vida, cuando nos distanciamos de las incesantes y lúgubres iniciativas que presidente, ministros, diputados, senadores y jueces toman todos los días? Los veo como a alguien que, al salir de la cama, lo primero que piensa es en cómo tener más plata aprovechando la posición en la que está instalado y, de inmediato, en cómo arruinar un poquito más cada día la vida de los demás, excepción hecha de sus socios y parientes, en ese orden. ¿Es ése su modo de vida y nos lo quieren imponer?
¿Saldremos de ese porvenir que parece estar ya entre nosotros? ¿Qué nos espera? Por ahora sólo nos queda insistir, saber que se trata de eso, no del déficit que estaríamos sufriendo, “todos los argentinos” como se dice ahora como un sonsonete, ni del ancho mundo que nos está abriendo, ansioso, sus fauces. Insistir, ser quiénes somos, todos esos que de una vez para siempre confiaron en que una mejor vida los estaba esperando cada día, cada instante y que no se rendían ni se rendirán ante cualquier invasión, ahora esta invasión, un ejército de guardianes de privilegios propios y ajenos, una jauría cuyo modo de vida es eso, el de una jauría.