Si uno no espera lo inesperado, no lo encontrará…

Heráclito

Ernestina Barrera de Peña recorrió de un lado a otro el patio de su casa. Se mordía el labio inferior en un gesto acaso atávico que insinuaba el malestar que la asediaba. Probablemente pensaba en las circunstancias de su vida, en algunas desfilando en un circuito menor de imágenes que la abochornaban. A pesar de que el ornato y la pompa que la rodeaban podían convencer a cualquiera de que era o debía de ser una mujer feliz, se sentía agraviada por sus recuerdos. Por de pronto, la relación con sus hijos había incrementado una cierta melancolía que la cercaba, sobre todo, el malestar de Fernando su hijo menor que siempre había manifestado una conducta anormal, al menos eso es lo que los distintos diagnósticos le habían comunicado. "Tiene un autismo leve, tiene esquizofrenia, tiene una falla grave en su estructura, es bipolar, etc." Ernestina, sin saber a ciencia cierta por qué, creía ser la causa. Años de instrucción religiosa la doblegaban con la conciencia de ser determinada por el pecado de Eva. Su extracción social, siempre propensa a conservar la tradición del privilegio, no la dejaban deshacer esa mítica falacia y por consiguiente actualizaba ante cualquier situación conflictiva en el seno familiar, un absurdo sentimiento de culpa. Siempre recordaba a su primer novio y la relación infructífera que los había unido durante unos meses. Cuando él se alejó, asumió esa primera relación como un fracaso, ignorando que sus padres habían hecho los arreglos necesarios para que esa relación claudicara…

Ernestina había sido y seguía siendo muy bella, lo cual favoreció rápidamente una nueva relación con Nemesio Peña, heredero de extensas y cultivadas extensiones de campo, que no necesitó la aprobación de sus padres. Antes de un año, Ernestina se encontró casada y a la espera de su primer hijo, Pucho. Todo parecía indicar que ese era el camino correcto de la felicidad, que todavía ignoraba, pero la vida suele improvisar ciertos obstáculos inesperados que desestiman las mejores expectativas. Tres o cuatro años más tarde, dio luz a Fernando que, desde el vamos, presentó algunos problemas. El retraso en el habla y el posterior mutismo la alarmaron. Su marido sin embargo ignoró esa alarma como antes había ignorado los signos de un estado de ánimo sumamente inestable. De hecho, Nemesio sólo se preocupaba por el precio de la soja y que no lo cargaran en el bar del pueblo porque no había ganado igual cantidad millonaria que la que ganaron sus amigos. Por lo demás, ostentaba la exuberancia del lujo de su clase y exigía que sus hijos continuaran con sus expectativas. Solía soñar, como sus amigos empresarios, que lo distinguieran ostentando un cargo de poder. Pucho durante un tiempo se hizo cargo de esas expectativas, no así Fernando, cuya naturaleza compleja impulsó el rechazo de su padre. Por lógica reacción, Fernando se refugió en su madre, quien hacia lo imposible para reordenar, según su perspectiva, la vida de su hijo.

En rigor de verdad, Ernestina era propensa a actos absurdos; en uno de esos actos, planeó y ejecutó con la complicidad de una prima un casamiento que fracasó y que determinó el alejamiento de Fernando, a quien no volvió a ver. Como consecuencia, se sentaba durante horas en una habitación a oscuras, imaginando que desaparecía el mundo visible e incluso que se desprendía de su propio cuerpo, pero no lograba emanciparse del tiempo. El tiempo pasa, se dijo y mi hijo sigue lejos de mí... y una inestabilidad peligrosa se apoderaba de su espíritu. Las horas del crepúsculo la gravaban con una sensación de agonía y las mañanas con la dolorosa convicción de renacer... y entre tanto, no encontraba un paliativo para insertar en el entre tanto, ni siquiera la convicción de ser algo totalmente cambiante, algo con que pudiera resignarse a la pérdida del hijo.

En algunos casos, el dolor suele hacer meditar a una persona, en alguna tarde apacible, al menos distendida por la ingestión de un medicamento, solía acercarse a la orilla del Paraná y pensar bajo su influjo y el influjo de unos versos de Alberico Mansilla, que somos algo cambiante y a la vez, permanente. No sentía necesario recordar las veces que contempló el Paraná para saber quién era, porque sentía que ahora, al mismo tiempo que recordaba esos momentos, era otra Ernestina. En buena parte, se dijo, nuestra cualidad esencial es la memoria. Y su memoria le jugaba una mala pasada porque le recordaba una y otra vez lo único que parecía retener del mundo: la pérdida de su hijo, el extravío, esa clase de destierro que lo asimilaba a un desaparecido, la ausencia, ya que la ausencia se parece a una muerte indefinible.

Como se comprenderá, la vida de Ernestina cambió junto a la percepción de las cosas, muchas vivencias que había tolerado le resultaban intolerables y al presente desdeñaba distraerse en cualquier reunión de su ambiente, es más, las veces que había debido ceder por coerción de su marido, sentía un temor ascendiendo por su cuerpo, le parecía que las personas que la rodeaban ocultaban otro rostro tras las máscaras de sus rostros. Una de esas noches soñó con el rostro cercanamente deforme de Nemesio delatando una faz siniestra que bruscamente volvería a ocultar todo lo que había dejado ver y el efecto de ese sueño fue tal, que optó por eludir su propia imagen en las múltiples caras de los espejos. También le costó bastante volver a dormir.

Nada impide comprender que Ernestina vacilaba en la progresiva oscuridad; basta un hecho inesperado, fuera del cálculo con que nos acostumbramos a vivir para no desesperar, y ese hecho de tan infinita responsabilidad nos arroja al remordimiento o a la insensatez, pero...

No es un buen propósito complicar una historia; basta decir que bastó ese sólo hecho para que Ernestina creyera encontrar su destino desdichado. Por supuesto, daba por sentado que ese destino la había desviado de un mejor papel que podía haber jugado en la vida, ya que al soportar las vicisitudes de su contexto, tenía la convicción de que podía haber sido una gran actriz. El enorme espejo del comedor le recordaba los momentos en que había ensayado ser como Marilyn o Romy Schneider, a quien la encontraban parecida. El paso del tiempo, un tiempo proyectando la eternidad que es su cualidad evidente, terminó por hostigarla porque se imaginaba padeciendo eternamente las mismas circunstancias o circunstancias parecidas, soportando el mismo dolor o una monotonía sin fin. Esa idea la enloqueció, no podía dormir y divagaba por el patio yendo y viniendo de un lado a otro, sin poder escuchar lo que le decían o escuchando como quien oye llover, lo cual no es una comparación adecuada porque el sonido de la lluvia era un fenómeno que le agradaba. No importa. Lo cierto es que una profunda depresión la abatió. Apenas comenzada la primavera, decidieron internarla. Ernestina subió a la piecita del altillo, donde solía pernoctar su hijo Fernando, con un funesto revólver en su mano. Cuando la encontraron, ostentaba un orifico mortal en el pecho.