Sobre el escritorio de Atilio Demarie descansan moldes de metal para hacer huevos de chocolate. En los estantes, reposan cucharas y cuchillos envueltos en papel de diario. El dueño del local dice que si los desenvuelve, esos papeles de diario, amarillentos, pueden tener ya varias décadas. El tiempo parece haberse detenido en el viejo local de la esquina de Solís y Carlos Calvo. En los hechos, lo hizo de forma permanente a fines de octubre de 2016.
La Casa Demarie nació en 1920 y cerró sus puertas hace pocos meses, cerca de los cien años. Juan, el padre piamontés de Atilio, fue el fundador del local, que atravesó todos los avatares del país, las sucesivas crisis. Su hijo no quiere ahondar mucho en las cuestiones estrictamente económicas de los últimos tiempos, pero remarca que él eligió el momento en que cerrar. Que tiene un corolario muy particular: dos veces por semana, Atilio y José, su empleado durante medio siglo, pasan las mañanas en el local, limpiando y conversando, como si fuera un día normal de trabajo. Pero no atienden al público. Y Atilio se niega a desprenderse de la mercadería y a vender el inmueble.
La historia del local, uno de los más emblemáticos de la ciudad en cuanto a la venta de utensilios de cocina (ollas, cacerolas, budineras, moldes, elementos de repostería) se remonta a los tiempos de la inmigración, a comienzos del siglo XX, cuando llegó el matrimonio Demarie desde el Piamonte. Después desembarcó el hijo, Juan. “Mi abuela cocinaba y mi abuelo era jardinero. El negocio lo empieza mi padre a los 18 años, primero en un zaguán y después en un sótano que le alquilaba otro piamontés, hasta que le alquiló esta esquina a la familia Podestá”, cuenta Atilio, 78 años, quien heredó el local en 1965.
“Algunas cosas se fabricaban acá en un tallercito y otras venían de afuera. Había artesanos, ahora ya no hay más. Trabajamos para el interior, nos conocieron en todo el país”, agrega el continuador del negocio.
Después de décadas alquilando, Juan Demarie se retiró en 1965, y ahí entró en escena el hijo. “Los Podestá ofrecieron vender el inmueble, con muchas facilidades. Mi padre había sido muy buen inquilino y le tenían consideración. Él dejó de trabajar, yo continué el negocio y pude convertirme en propietario”. Al tiempo arribó desde Tucumán José, el empleado que lo acompañó todos estos años.
A partir de entonces atravesaron todas las crisis habidas y por haber de la Argentina, capeando los temporales, hasta que llegó el momento de pensar en cerrar. “Las circunstancias del país no han ayudado, la verdad estoy harto, y prefiero salir caminando, no en un cajón”.
¿Por qué el rechazo a vender la esquina? “Por un tema sentimental, por orgullo, amor propio…yo tenía un cliente de Neuquén, el dueño de una confitería muy importante de allá. Se murió y la viuda dejó todo igual. Está como si se hubiera muerto ayer. Acá nos reunimos con José, tomamos mate y limpiamos, porque se acumula polvo, aparece alguna lauchita. También pasa algún proveedor de los de antaño”. En las semanas previas al 30 de octubre pasado fueron avisando que bajaban la cortina. “No se vive sólo de trabajar, también de recordar y charlar”.
Para José, el dependiente el local, fue un trabajo que duró toda la vida desde la adolescencia. “Yo voy adonde diga Atilio. Él decidió cerrar y yo lo acompaño. Me hace bien estar acá con él, para mantener la costumbre. Aparte que estando en mi casa, suena el teléfono y cuando atiendo me sale decir ‘Casa Demarie, buenos días’. Fueron casi cincuenta años para mí”.
El local, como muchos de su tipo, se fue adaptando a los cambios en la industria. Relata Atilio Demarie que “a pesar de todo, siempre se trabajó bien, porque hay demanda de esto. Nos fuimos adaptando a los cambios en los materiales: hierro estañado, acero inoxidable, hojalata, aluminio. La importación por ahí no nos afectó tanto, aunque en Europa se adelantan a nosotros: mientras acá seguimos con los talleres, allá se automatizaron, se perdió la cuestión artesanal”.
A las recurrentes crisis que sacudieron el país, se suma, a modo de anécdota, el trato con los inspectores. “En épocas de Isabel Perón, alguno venía a manguear un molde o una budinera con la excusa de que había que colaborar con el gobierno. Me pudrí y pedí una carta que lo certificara. Lo hice sin mucha esperanza. A las dos semanas llegó una carta, que aun conservo, firmada por Isabel, agradeciendo mi aporte. Desde entonces, si alguno venía a pedir algo de arriba, le mostraba la carta y le decía que yo ya había colaborado”.
Así como Atilio continuó el negocio familiar, el derrotero de sus hijos también fue determinante para cerrar. “Tengo cuatro hijos, uno vive en Madrid, otra en Nueva Zelanda, todos profesionales. Ninguno se va a dedicar a esto, salvo uno que tenía algún interés, pero le dije que no. También me propusieron ir vendiendo por Mercado Libre, pero me opuse”.
Durante años, panaderías y heladerías fueron los principales clientes. Atrás quedaron los tiempos en que “algunas cosas las fabricábamos y otras venían de afuera, había gente que trabajaba, artesanos, ahora ya no hay más”.
Desde el cierre, dos veces por semana se acercan para ordenar un poco el viejo local, “aunque a veces por ahí no venimos. Esto queda como un museo. Por ahí en diez o quince años sigue todo igual”, cuentan ambos sobre un negocio que, si no fuera por la cortina baja, está impecable, con la mercadería a la vista, como si abriera todos los días.
Según Atilio, “el asunto es ser distinto. No me puse a llorar desconsoladamente. En la avenida Entre Ríos, acá cerca, había una casa de plantillas. Cerró y puso en la vidriera una carta de despedida muy linda. A mí no se me hubiera ocurrido. Nunca hay que perder el estilo. Si no, estás listo. Hay que saber irse como un caballero”.