Real o mentirosa, de buena o de mala fe, franca o cínica, la narrativa es parte de la política. En los últimos años fue denominada “relato” y es el sentido que una fuerza busca darle a su práctica para que los propios sepan adónde van y qué deben hacer, para que los espectadores se sumen y para que los adversarios no la tengan fácil.
A partir del 10 de diciembre será feroz la pelea de Alberto Fernández por detener la caída, mitigar el hambre y comenzar la recuperación económica. En un principio la misma crisis puede ayudarlo. La esperanza colectiva será un insumo clave. La victoria convirtió al ex jefe de gabinete en el nuevo líder de la reconstrucción. Sin embargo un político solía decir a sus funcionarios: “Hermanito, en política nunca la tenés comprada. Y si algún día te creés eso, perdiste, porque la política te emboca”. No era muy fino Néstor Kirchner. Pero nadie le podía negar sentido práctico.
La narrativa de Alberto es doble. Por un lado, describe y explica el gobierno de Macri como una combinación de inutilidad, búsqueda de beneficios para los amigos, insensibilidad social, endeudamiento y timba. Esa narrativa sintonizó con la mitad de los votantes. Sentían lo que él decía y le creyeron. La otra parte de la narrativa es el sentido del futuro gobierno: derrota del hambre, freno a la caída de los trabajadores y la clase media baja, renacimiento de las pymes, fin de los privilegios para los amigos, articulación latinoamericana, pragmatismo con los Estados Unidos, negociación dilatoria con el Fondo Monetario Internacional.
Se verá si AF consigue o no sus objetivos. Pero son módicos. No prometen el paraíso. La narrativa de Fernández se parece a la de Kirchner cuando proponía a los argentinos el sueño de salir del infierno y llegar al purgatorio.
El problema de Macri, en cambio, es que se quedó sin narrativa verosímil. Hipótesis a comprobar: su 40 por ciento de votos no se debe al relato falseado sobre los cuatro años de macrismo sino, en todo o en parte, a la identificación de millones de votantes con su líder, a la esperanza en un nuevo mandato de cuatro años, al antiperonismo, a la utopía de la salvación individual y al recuerdo negativo del kirchnerismo por sus cosas malas y por sus cosas buenas.
Los ocho puntos diseñados por Marcos Peña son una vuelta a la inverosimilitud que irritó a millones de votantes. Es malo percibirse en bancarrota. Peor aún resulta escuchar que la bancarrota no existe o es un breve calvario hacia la prosperidad. En lugar de ofrecer un puesto de lucha contra Fernández-Fernández, lo cual sería una aspiración legítima y tendría una suculenta clientela, Peña parece haber convencido a Macri de que importa la fábula y no la política. Error: la gente puede comprar futuro pero no dentífrico con olor a podrido.
Si ésa es la narrativa del macrismo, el Frente de Todos puede respirar tranquilo. Tal vez deba cuidarse de personajes como Roberto Fernández, el secretario general de la UTA, gremio de los colectiveros y choferes de micro, que recomendó ante Nancy Pazos “darle a la maquinita” porque “después vemos, contamos pesos y devaluaremos”. Fernández no es Juan Manuel “El Bocha” Palacios, su antecesor ya fallecido que fundó el Movimiento de Trabajadores Argentinos para resistir al menemismo. Con Macri Roberto Fernández fue, como se decía antes sobre los dirigentes blandos, un participacionista. Participó del poder. Por algo su frase acerca de la maquinita de emitir moneda fue agigantada por los medios oficialistas como si fuera la palabra de Fernández o de la CGT. Sin narrativa propia, la esperanza del macrismo consiste en ensuciar el mensaje de Fernández. Ése es el verdadero duelo.