“Dicen que si tu caligrafía es ascendente tienes un carácter esperanzado” escribió en una notita para su padre Dorothy Parker cuando era una niña, un botón biográfico que Michelle Dean devela en Agudas (Turner, 2019) para inaugurar temprano la invención de anhelos de la escritora. Mañas de estudiosa que necesita encontrar los rastros y las pruebas que secretean el diario íntimo y los papelitos doblados. Ana Cristina –que a los siete años ya publicaba sus poemas en un diario carioca y fundaba revistas literarias en la escuela– sabía, como Dorothy, que esa palabra escrita en sigilo falso iba a ficcionalizar su vida ajena y sería, cuando ella ya no estuviera, el premio luminoso del domingo de alguien. La poeta y traductora “estrella de la generación marginal o de mimeógrafo” del Brasil de los años setenta del siglo veinte, una mujer del siglo diecinueve disfrazada en el siglo que le tocó en suerte, describió días de diarios inventados que sumó a sus cuadernos de notas y cartas. Ana tenía razón, escribir cartas es más misterioso de lo que se piensa, la limpidez de la sinceridad nos engaña. Entonces, y citando a otro poeta que decía que la literatura finge lo que de veras siente, Ana inventó verdades íntimas como un ejercicio de escritura, un salmo de práctica y teoría con la sílaba señalada, como la marca de agua o de la hora, en la confesión de la boca. Un método documental (como se llama el libro de Ana Cristina que tradujeron Arijón y Belloc) que desparrama el detrás de escena –y adelante y a sala llena, también– con palabras escritas con los ojos cerrados cuando están bien abiertos. Laguna y paradojas que la reflejan en perfecta simetría de entrega desde el pescante de la noche anterior hasta el fin del día cuando “oraciones enteras lentas se consumen”. Epístolas ficticias salpicadas con citas literarias disponen algunos segmentos del método, un plan Cesar que encuentra rumbo cuando la poeta mira sin prisa el cuerpo de un poema y un hilo incierto de sangre chorrea encías entre los dientes y le avisa que lo que no es cuerpo ya no está. Londres y Katherine Mansfield –también Dickinson y Plath– siempre estuvieron cerca, en un intercambio escolar cuando tenía diecisiete años o en la Universidad de Essex diez años después. Berta Young tiene un pedazo de sol crepuscular en la boca cuando vemos la foto de Ana Cristina en un auto, sentada en el asiento del acompañante, girando la cabeza hacia la cámara, sonriendo y mirándonos (como Susan Sarandon en la ruta) detrás de sus reveladores anteojos negros. Recordando aquella escena y llorando la muerte que la mitifica y emparenta de modo irremediable con otras poetas suicidas, Ana subió al octavo piso y se tiró por la ventana del departamento de sus padres en Copacabana, un aluvión de lectorxs y poetas le rinden culto a través del tiempo y en diferentes lenguas, y lo hacen a través de los ojos curadores de su amigo Freitas Filho, rastreando publicaciones póstumas que publicó su mamá, recuperando papeles doblados y buscando respuesta, o autobiografía, en la ficción del verso: “Tengo una hoja blanca/y limpia a mi espera:/invitación muda/tengo una cama blanca/y limpia a mi espera:/invitación muda/tengo una vida blanca/y limpia a mi espera:”
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