Ella tenía una rara virtud, al menos para algunos: podía tensar a voluntad los músculos de la nariz. No se trataba de torcerla, o de subirla o bajarla. Tensaba las aletas como un pájaro sus alas en el instante preciso de remontar vuelo. De modo que sus narinas se agrandaban durante unos segundos y se hacían muy visibles. A veces también ocurría sin su consentimiento, como si su nariz tuviera vida propia.
Su ex marido le había dicho, en noches apasionadas, que se tensaban cuando estaba excitada. En cambio su hija le decía que eso le pasaba cuando mentía. Y a veces ella se preguntaba si no era lo mismo.
Más tarde descubrió que su nariz tenía otra capacidad: podía olfatear a los hombres. En realidad no era olfatear solamente. Ella le decía así, pero era una mezcla de mirar, intuir, percibir; se podría decir que era una conjunción de los sentidos que usaba para sacar conclusiones sobre el género. Se daba cuenta de que esta capacidad se había agudizado desde su divorcio y la venía ayudando a hacer buenas elecciones, en lo que se refería a los encuentros con el otro sexo. A veces consideraba una falacia que esa capacidad se apoyara en una teoría algo extravagante que había elaborado. Por eso mismo tendría que haberla llamado hipótesis, pero esa cuestión semántica no le preocupaba demasiado. La teoría en cuestión era la siguiente: consideraba que los hombres eran en el sexo de la misma forma en la que bailaban. Decía que si una puede ver a un hombre bailar puede saber como es en la cama.
Esa noche al maquillarse pensaba en su teoría y en que no podía equivocarse.
Mientras se aplicaba el rímel negro sobre los ojos, recordaba la Obertura 1812. Nunca había visto dirigirla de ese modo. El director se balanceaba de una manera extraña, como si estuviera en los prolegómenos de bailar una salsa, algún ritmo caribeño. Le llamó la atención, la sorprendió y le hizo pensar que ese hombre sería un buen amante. Seguro, dijo, si ha podido mover el cuerpo de esa manera dirigiendo a Tchaikovski en la cama debe ser creativo y habilidoso. Por eso mismo cuando su amiga, su compañera de noches de concierto, le ofreció presentarle al director, ella aceptó convencida de la eficiencia de su olfato. De las aletas de su nariz.
Eligió un conjunto negro. El negro nunca se equivoca pensó. No da demasiados datos: ni de formas ni de excesos. Sugiere más de lo que muestra, da un toque de misterio que se confunde con elegancia y sobriedad. Y sobre todo viene al pelo cuando una anda escasa de vestuario.
Pero se demoró, sin embargo, en su cara. Retocó sus mejillas con un rubor ocre, casi rosado, traslucido y etéreo. Delineó sus ojos con un gris oscuro que los hacían más profundos, cubrió las ojeras azuladas que ya no tenían remedio y solo podían ser disimuladas. Empastó sus pestañas con aquel rímel negro a prueba de agua, por las dudas, comprado en el free-shop. Y por último eligió un rosa cobre para sus labios, delineando sus contornos con un rojo pálido. El toque final lo dieron los aros de perlas, herencia de su tía aristócrata.
Él la había invitado a cenar a su casa. Le pareció demasiado rápida la propuesta, pero siguiendo a su nariz, se dijo que no estaba para remilgos.
Imaginó que teniendo en cuenta la armonía de la música clásica y su belleza, ese hombre debía habitar una casa acorde. Su curiosidad la llevó a aceptar sin pensarlo.
La oscuridad del lugar, el olor a humedad y la colección de vetustos relojes llenos de polvo que desentonaban al unísono, le hicieron desconfiar por primera vez de su imaginación. Y dudar, por un momento, de su olfato.
Sobre una mesa gastada descubrió, sin mantel que intermediara, dos platos desparejos y varios recipientes llenos de comida china. Y bueno, se dijo, si vamos a lo oriental preferiría el sushi, pero todo bien, esta gente que se dedica a la música suele ser tan excéntrica. Un vino de marca desconocida y dos vasos de vidrio opaco completaron aquello que como único camino posible debía de ser mejorado por un mullido colchón.
Por suerte tengo microondas dijo él, podemos calentar la comida después, tomándola por la cintura y llevándola hasta el dormitorio. Bueno, pensó, seguro que debe relacionar todo con la música este hombre, no me olvido que la palabra concierto deriva de concertare que significa lucha, competencia, combate. ¿Y acaso este viejo acto que interpretamos los seres humanos no tiene algo de todo eso? Aunque no dejó de considerar una apertura demasiado intempestiva para su gusto. Recordó sin embargo a Arcangelo Corelli, esperando agradecer más tarde su Concierto Grossi. Qué bueno resultaba para ella saber algo de música clásica.
Sin embargo reconoció que él, dada su pericia musical, estaba pasando de un allegretto a un allegro vivace con demasiada rapidez, cuando ella recién andaba por el adagio, lento y majestuoso. Pero no importa pensó, es la potencia de la orquesta que se muestra. Aunque en poco tiempo él pareció interpretar el allegríssimo prestíssimo cuando ella apenas había inaugurado el andante moderado. En resumen, no supo deducir si estaban desafinando o tocando diferentes temas musicales. Lo que sí quedó claro fue que el gran final, al menos para ella, no tuvo trompetas ni timbales.
Cuando se dirigió a la puerta, acomodándose el aro de perla que se le había soltado, miró la comida china, fría y mustia, en los tazones de plástico, y se dijo que había llegado el momento de revisar su teoría olfativa. A primera hora del lunes pediría una cita con el otorrino.