Midsommar. El terror no espera la noche 8 puntos
Midsommar, Estados Unidos/Hungría/Suecia, 2019.
Dirección y guión: Ari Aster.
Duración: 147 minutos.
Intérpretes: Florence Pugh, Jack Reynor, Vilhelm Blomgren, William Jackson Harper, Will Poulter, Ellora Torchia, Henrik Norlén, Gunnel Fred, Isabelle Grill.
Los espejos son paradójicos, porque así como son capaces de contener la profundidad más honda, al mismo tiempo no pueden evitar el límite de una condición física que los obliga a ser mera superficie. El cine es igual: la profundidad de campo es apenas la ilusión de un haz de luz proyectado sobre una sábana blanca. Lo mismo puede decirse de Midsommar, segundo film del estadounidense Ari Aster. Por un lado da cuenta de una complejidad narrativa infrecuente –sobre todo dentro del cine de terror, tan afecto a lo superficial— y de un virtuosismo estético capaz de cautivar con la delicada composición de un plano o la creatividad invertida en la puesta y los movimientos de cámara. Pero al mismo tiempo se permite el gesto vanidoso de prodigarse en símbolos algo burdos o de acumular trucos cancheros que parecen más dirigidos a ganarse a la tribuna, que a proveer de verdadera sustancia a la historia.
Como la ilustración que se muestra al inicio de la película, Midsommar está organizada como un doble recorrido que va de la oscuridad hacia la luz. En el plano estético, la historia comienza en lo más crudo del invierno boreal, de días grises y nieves cegadoras, para desarrollarse y cerrar en el verano escandinavo, de jornadas diáfanas y sol de medianoche. El mismo tránsito se da en términos narrativos. Dani, una estudiante universitaria, se entera en los primeros cinco minutos de que en la otra punta del país su hermana depresiva finalmente consiguió matarse, pero en el mismo acto también asesinó a sus padres. La pérdida de la familia como soporte emocional y su posible reconstrucción son dos de los pilares que vertebran el relato. Lo monstruoso surgiendo de las entrañas de esos mismos núcleos primordiales es otro.
Dani está de novia con Christian y en él se apoya para evitar sentirse sola. Pero el vínculo no es ni profundo ni sólido y será la mala noticia la que lo sostenga por la fuerza. Meses después, en pleno duelo y de forma inconsulta, Christian decide viajar a Suecia con un grupo de compañeros que tampoco sienten simpatía por ella. Dani no forma parte del plan y será la culpa la que obligue a Christian a invitarla. Y allá irán todos a Suecia a visitar la aldea de uno de ellos, donde se celebrará un tradicional rito de fecundidad durante el solsticio de verano. Si desde lo dramático la tragedia ilustra el lado sombrío de la vida, ahí comienza un recorrido vital de tránsito hacia la luz.
La llegada a esa comunidad de ensueño que parece conectar con lo esencial del acto de vivir se abre como espacio ideal para que Dani cierre el duelo. El rito ancestral para atraer la fertilidad (de la tierra y de los vientres) se afirma como antítesis de la muerte. Ese marco representa para la protagonista la perspectiva de un núcleo familiar que le permita llenar el vacío de la pérdida. Las costumbres del lugar fascinan a los visitantes del mismo modo en que lo exótico comienza de a poco a dar muestras de un carácter funesto. La ambigüedad no tarda en surgir y todo ocurre de forma ominosa, como el gesto de aquel sol que iluminaba el extremo derecho del dibujo inicial.
Midsommar pertenece al subgénero de cultos paganos y en ese sentido el nombre del protagonista representa un juego infantil que Aster se permite con la intención de plantar lecturas obvias. Y aunque detalles como ese, o la voluntad de mostrarse virtuoso en el uso de recursos fotográficos y visuales, son los que lastran a la película, de algún modo esa capacidad para permitirse cualquier cosa sin temor al ridículo también la convierte en una experiencia de angustia y placer. Aster no duda y se muestra tan capaz de construir climas de gran tensión, como de desbordarse en viñetas de gore desatado sin vacilar. Y hasta de llevar todo eso al límite del grotesco y aún así mantener al público aferrado a las butacas, hasta convencerlo de que cualquier cosa es posible.