Setenta hierbas diferentes. Ni sesenta y nueve, ni setenta y una, setenta, diez veces siete. De esas setenta, solamente una es imposible de esconder, el azafrán, que no puede evitar ser amarillo. En cien lenguas distintas, azafrán es sinónimo de amarillo. Pistilo de una antigua flor, la más antigua forma de colorante y condimento, pasó del arte a la cocina y de ahí a los embrujos líquidos (se sabe que no hay más que un paso de la magia del color a la magia del sabor y aún menos que un paso hasta la propia magia). Pasó de la antigua Persia hasta nuestros días conservando su dignidad. En los octubres catalanes y en los otoños abruzzeses, con la misma humildad que la flor, miles de gentes separan a mano los pétalos violáceos del valioso pistilo rojizo. No hay máquina que pueda reemplazarlas. No hay ingenio tan hábil como las uñas de las mujeres que se unen a la temporada de pelar las flores. El oro rojo se sigue cosechando como hace mil años y, como hace mil años, sigue sazonando la comida y coloreando los licores. Puede que otros saberes tampoco se hayan perdido del todo. Puede que, en la Italia medioeval, la bisabuela de la bisabuela de mi bisabuela haya participado de reuniones sabáticas para la preparación de pócimas, junto al nogal de Benevento, antes de las cacerías. Puede que mi bisabuela haya sabido del Strega de Campania, de la habilidad para mezclar sus elementos, de su poder para unir amores, de sus setenta hierbas ocultas, de su azafrán, que no puede ocultarse porque no puede evitar ser amarillo.

Aquellos saberes pueden haber llegado hasta mí junto a otros, más inocentes, pero con influjos similares sobre mi destino. Al poder invisible de las hechiceras y su herencia ancestral pudieron sumarse otros poderes, como el descubrimiento de líquidos que cambiaban de color al mezclarse. O el de destilados que fugaban mágicamente desde un pequeño artefacto de vidrio hacia otro, por obra y arte de una llama de alcohol y a través de un tubo enfriado con algodón húmedo. Fueron moléculas danzando su hipnotizante tarantela bajo la atenta mirada de un niño, el dueño de un antiguo juego de alquimista. Aquella caja deslumbrante almacenaba todo lo que un alma inquieta de diez años podía imaginar: desde frascos con sólidos de colores etiquetados con nombres fantasiosos (sulfato de cobre, ioduro de potasio, fenolftaleína), hasta cilindros, esferas y otras formas geométricas diseñadas en vidrio. Un embudo, un mechero y una espátula completaban el conjunto de herramientas que daban realidad al truco ilusorio perfecto: hacer que un niño se sienta químico por un instante mágico y eterno y que decida, sin saberlo, su futuro. De algún modo se hizo honor a una conocida sentencia borgiana: "cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que alguien sabe para siempre quién es."

Aún hoy, en la pretendidamente formalizada y sistematizada tarea de investigación científica, sea de química o de cualquier otra disciplina, no todo ha de ser rutinario ni repetitivo. No hay descubrimiento sin juego, sin diversión, sin magia. Si en el alma del científico no se enciende el fuego de un pasado remoto -las brujas bajo el nogal-, o la chispa mágica de un pasado reciente -un niño maravillado- no es posible abrir las puertas del conocimiento, ni jugar con materiales, productos, medidas y cálculos en el laboratorio. Nadie puede descubrir los secretos de la materia sin sentirse dominado por la búsqueda azarosa de pócimas hechiceras, o por el eternamente sensible espíritu infantil.

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