Jacqueline Gies no recuerda el momento exacto en el que supo que su abuelo había sido un asesino, responsable de la muerte de miles de personas en campos de concentración del nazismo. Fue más bien un proceso en el que fue adquiriendo la conciencia de esos hechos. Una sensación que se hacía más intensa a medida que nuevas cosas salían a la luz. A raíz de esa búsqueda, en la que primero acompañó a su padre y luego continuó ella misma, supo que Roberto Gies, su abuelo, planificó y ordenó el exterminio implementado por los nazis en Checoslovaquia pero nunca fue condenado por sus crímenes.
“El hecho de que nunca haya pagado por lo que hizo era algo terrible para mi padre y para mí también lo es. Es horroroso que haya logrado huir, esconderse y que después ocupara un cargo como funcionario en Alemania Occidental. Siento que debo decir lo que tanto tiempo se calló y que soy responsable de mantener viva la memoria. Es el único tributo que puedo rendir a las víctimas de mi abuelo. No puedo pedir perdón porque esos crímenes no se pueden perdonar”, dice ella ahora.
Jacqueline Gies está en Buenos Aires para participar de una serie de actividades organizadas por el Centro Ana Frank, entre ellas, un seminario docente sobre el negacionismo, el nazismo y la dictadura (en el que también estarán integrantes del colectivo de Historias Desobedientes, que reune a familiares de genocidas), un diálogo con jóvenes y un encuentro con Sara Rus, madre de Plaza de Mayo y sobreviviente del Holocausto. Sentada a la sombra de un árbol del jardín donde funciona el museo que recupera la historia de la niña que se escondió de los nazis “en la casa de atrás” y mientras un grupo de adolescentes recorre el lugar, Jacqueline recuerda la historia de su abuelo y trata de explicar qué fue lo que llevó a su padre a investigarla.
“Mi padre formaba parte de la generación del 68, una generación que indagaba sobre qué habían hecho sus padres, aunque no todos se interesaron por el pasado. Cuando tenía seis años sus padres se divorciaron y su madre le dijo que su padre había muerto. Se reencontró con él mucho después, así que durante mucho tiempo estuvo en búsqueda de una figura paterna. Tenía una carga doble: no logró recuperar al padre que había extrañado de chico y, además, se enteraba que ese padre era responsable por la muerte de miles de personas. Era una persona interesada en temas de derechos humanos, formaba parte del sindicato y sintió la responsabilidad de decir aquellas cosas que tanto tiempo se habían callado. Mi abuelo no fue condenado y mi padre siempre se sintió culpable por eso”.
¿Quién fue Robert Gies?
Robert Gies se unió al partido Nacional Socialista en 1933. En 1939, se mudó a Praga y fue nombrado asesor personal de Karl-Hermann Frank, quien en ese entonces era un destacado líder de las SS y de la policía en Praga. El delegado de Adolf Hitler en Bohemia y Moravia era Reinhard Heydrich, antes jefe de la Gestapo y fundador de la SD (organización de inteligencia destinada a neutralizar la resistencia). Conocido como “el carnicero de Praga”, Heydrich murió en 1942 como consecuencia de una operación de la resistencia Checa. Frank, entonces, fue ascendido a ministro de Estado y se convirtió en la persona más poderosa de la región. Gies fue su confidente más cercano y jefe de la oficina del ministro.
El terror, que ya era mucho, se incrementó en Checoslovaquia después del asesinato de Heydrich. Como parte de las represalias, los nazis destruyeron el pueblo de Lidice, al que identificaron con la resistencia. En lo que se conoce como la masacre de Lidice, todos los residentes varones mayores de 16 años fueron fusilados y las mujeres fueron deportadas al campo de concentración Ravensbrück. Los niños fueron separados de sus padres y en la mayoría de los casos asesinados. Algunos pocos, los que podían pasar por “arios”, fueron entregados a familias alemanas para ser "re-educados", como harían luego, incluso con un método más perfecccionado, los militares argentinos al apropiarse de los hijos de desaparecidos. “Creo que eso se piensa como una manera de quebrar la resistencia, de ahogarla antes de que se pueda desarrollar. Eso también está en algunos escritos o cartas de mi abuelo, en las que habla de tratar de evitar que se forme una generación que quiera vengar lo que le hicieron a sus padres”, señala Jacqueline.
Karl-Hermann Frank, el superior de Gies, fue condenado a muerte en Praga después de la guerra, pero él escapó, se cambió el nombre y se refugió en un monasterio hasta que en la década del 50 volvió a insertarse y a trabajar en una oficina gubernamental en Alemania Occidental. En 1963 fue acusado en Checoslovaquia pero terminó absuelto. No había libros ni investigaciones que lo mencionaran. “Pero en 1997 –cuenta Jacqueline-- mi padre se topó con un artículo en el diario Berliner Zeitung sobre el destino de los niños de Lidice y allí aparecía impreso el nombre de mi abuelo. Estableció contacto con los historiadores y así tuvo acceso a actas y protocolos, las pruebas escritas de lo que hasta el momento solo intuía o suponía que había sucedido”. Gies había sido responsable de esa matanza, así como del asesinato de varios miles de personas.
--¿Estuvo en la República Checa, el lugar de los crímenes de su abuelo?
--Estuve en Lidice, en el memorial de la masacre, con mi marido. Y fui al homenaje a las víctimas cuando se cumplieron 70 años del campo de concentración de Ravensbruck. Fue una situación muy conmovedora. Tenía sentimientos encontrados. Por un lado sentía que tenía que estar ahí, por otro lado me preguntaba si era lícito que yo estuviera ahí, que yo participara de eso o si la presencia de la nieta de un perpetrador pertubaba el duelo de las víctimas o de sus familiares. Por eso no me animé a presentarme ni a hablar con la gente. Lo único que hice fue explicar quién era en el libro de visitas.
--¿Cree que la sociedad alemana elaboró lo que ocurrió durante el nazismo? ¿Quedan vestigios de esa ideología?
--No considero que Alemania haya elaborado suficientemente su historia. Al contrario. Estamos viendo como se hacen cada vez más fuertes los partidos de extrema derecha. Creo que desde que Alternativa por Alemania está en el Parlamento se han desplazado los límites de lo decible. Hoy parece que se pueden decir cosas en Alemania que hace cinco o seis años eran imposibles de decir. Hay ataques racistas a albergues de refugiados, tambén a una sinagoga o a un restaurante judio, hay judíos que no se animan a salir con su kipa y hay un estudio reciente que dice que uno de cada cuatro alemanes tiene prejuicios antisemitas. En ese contexto, hablar de huellas o vestigios es poco. En el pasado, habíamos avanzado en esta elaboración de la historia, pero ahora hay voces que se vuelven a hacer fuertes y dicen que ya es suficiente este trabajo con la memoria. Hay comentarios y acciones que antes no eran ni pensables, por eso me parece tan importante lo que hace el Centro Ana Frank aquí y la Casa de la Conferencia de Wannsee en Alemania (el lugar en el que se planeó la “solución final”, que hoy es un centro de memoria) y ese es el motivo por el que estoy acá, porque lo que yo puedo hacer es contar mi historia y la historia de mi abuelo. Es lo que puedo aportar de manera personal. No puedo vengar los crímenes de mi abuelo. No puedo liberar a mi padre de los fantasmas que lo atormentaban. Pero puedo mantener viva la memoria y revelar la verdad sobre los crímenes cometidos por mi abuelo.