“Vine aquí porque tenía mucho deseo de conversar con ustedes”, dijo frente a una multitud que se agitaba como un mar, una gigantesca ondulación roja y encendida que cubría cuadras y teñía también las terrazas, las ventanas, los balcones desde donde las banderas le decían “Bienvenido a la libertad, compañero”. Luis Inazio Lula Da Silva ya se había secado las lágrimas con un pañuelo de tela blanca, ya había logrado que la muchedumbre se abriera para dejarlo pasar entre medio hasta el camión desde el que habló, al principio, como si se hubiera encontrado con su familia. Y ese era el eco que vibraba entre la gente, un latido rítmico que a la vez hacía reír y soltaba lágrimas, porque lo habían extrañado, por el futuro posible, porque si “la farsa jato sembró el fascismo en Brasil”, como decía la tela que cubría el borde superior del edificio del Sindicato de metalúrgic@s (así está escrito en su frente), ahora una fuerza renovada ilusionaba con empezar a desbrozar esa hierba mala.
Era una escena doméstica a pesar de lo imponente, un hombre que se había sentido solo durante 580 días era ahora abrazado por su círculo de confianza: los y las militantes del PT (Partido de los Trabajadores); un hombre de 74 años que dice sentirse de 30 y que ayer lanzó su promesa frente a ese mar rojo sobre el que se fue en andas como si surfeara sobre la espuma de cientos de brazos, de que la izquierda va a derrotar a la ultraderecha. Era ese el escenario en que podía decirlo, en complicidad con miles que querían disfrutar de tener a Lula cerca, verlo agacharse para mirar a alguno o alguna a la cara y prometer que las milicias ya no van a “seguir destruyendo el país que conseguimos”. Que “un pueblo como ustedes no depende de una persona, depende de un colectivo”.
“Yo fui criado por mi mamá y mi papá que vivieron y murieron en la favela, mi evolución política es la evolución política del pueblo y en este sindicato hice mi curso de ciencias políticas”, dijo también para poner en el encuentro el capital político de su historia y en la que muchos y muchas de quienes estaban ahí se reconocen. Y al hablar de favelas, nombró a Marielle Franco como una “guerrera nuestra” y pidió Justicia para ella, una investigación seria que diga definitivamente quién mató a Marielle, dijo, y los gritos arreciaron como si hubiera roto una ola. Y es que el grito popular y transnacional por la libertad de Lula se ató al de Justicia por la legisladora negra y lesbiana del PSol, partido aliado al PT aunque no sin conflictos, que militaba contra la militarización de las favelas de Río de Janeiro.
Antes de salir al encuentro con su pueblo que lo esperó largas horas en la calle, bailando y cantando, entre el humo de las parrillas y el hielo que llegaba incesante quién sabe desde donde para enfriar las cervezas; antes Lula se tomó su tiempo para encontrarse en privado con casi un centenar de personas. Referentes de movimientos sociales, artísticos, legisladores y -menos- legisladoras, compañeros y compañeras del sindicato metalúrgico y del sindicato petrolero. A cada quién, dijo un integrante del colectivo Fora do Eixo, le dedicó al menos un minuto y medio; de cada quién sabía algo, tenía algo que preguntar. La llamada a lo colectivo de su discurso tenía este antecedente.
Erika Malunguinho estuvo ahí, la primera diputada trans de San Pablo, negra y vestida de blanco, y más tarde llegó al escenario de Lula para ser presentada y vivada por la multitud con un entusiasmo que sólo se comparó con la euforia que encendió Benedita da Silva, negra y feminista, diputada federal, también nacida en la favela. Eran un contraste necesario para la sucesión de diputados y senadores que fueron presentados hasta el abrazo final que precedió a la “conversa” de Lula con la gente: el que se dio con Fernando Haddad y con Guilherme Boulos -el último candidato del PT y el del Psol- para dejar la foto de una izquierda posible que no podrá ser sin los movimientos sociales, lgbtiq, los feminismos.
Fue solo después de haberse sentido en casa, de haber dado espacio para los cantos, para perderse incluso dentro del mismo escenario por las ganas de hablar también a quienes estaban a sus espaldas porque ya no había dónde ponerse y hasta los puestos de comida tuvieron que ceder sus mesitas para que alguien se parara encima, que Lula puso números en su discurso para hablar de la pobreza que crece y saludar en la misma línea, seguramente como advertencia al neoliberalismo de Jair Bolsonaro, la rebelión que no cesa en Chile para hacer más visibles a la bandera mapuche y la chilena que flamearon toda la tarde. Y también, por supuesto, porque su próximo escenario deseado es en Buenos Aires, se esperanzó con el gobierno de Alberto Fernández y Cristina Fernández, se pronunció contra “la presión golpista” contra Evo Morales y pidió para que Uruguay vote por el candidato del Frente Amplio.
Y es que Lula sabe, como lo sabe también el pueblo en la calle, que ese aire de libertad que trajo su salida de la cárcel alimenta el viento del sur que agita resistencias, que se sostiene en colectivo, y que, con el nombre que sea, quiere derrotar a la ultraderecha.