Se cumplen treinta años de la caída del muro de Berlín. Fue la fecha simbólica de la caída del socialismo, que se había deteriorado mucho tiempo antes. Fue, sobre todo, la bandera de largada para que el capitalismo se devorara el mundo sin nada que lo frenara. Muy pronto apareció alguien para decir que la historia había terminado. Fue el profesor nipo-norteamericano Francis Fukuyama. Se inspiró en Hegel, rector de la Universidad de Berlín (hasta 1831, fecha en que murió) y fiel y agradecido servidor filosófico de Federico Guillermo de Prusia. Con él, dijo, con su reinado filoburgués, concluía la historia humana. Fue Friedrich Engels el que, en el mejor de sus textos, El fin de la filosofía clásica alemana, comportándose como un verdadero hegeliano y no como Hegel, señaló que la historia no se detiene nunca, que avanza de contradicción en contradicción, de negación en negación, siempre abriendo nuevos horizontes, un poco anticipándose al Theodor Adorno de la Dialéctica Negativa. El mínimo Fukuyama cerraba el horizonte histórico con la caída del muro. Restaba ver qué hace el capitalismo con el mundo cuando no tiene quien se le oponga. Un campo de negocios, injusticias, hambrunas y guerras varias. Al Complejo Militar Industrial norteamericano no le gustó la teoría de Fukuyama. Denunciado por Eisenhower al final de su mandato como peligroso enemigo de la democracia, ese ente necesita renovar las hipótesis de conflicto para continuar fabricando armas. Es así como surge el libro de Samuel Huntington y su propuesta del choque de civilizaciones. La historia continuaba pero ahora el enemigo principal era el Islam. Para colmo, el terrorismo fundamentalista lleva a cabo la más destructiva de sus operaciones: el ataque a las torres gemelas. Y aquí empieza la cruzada guerrera norteamericana que –a esta altura de los hechos- es un fracaso que los ha llevado a una retirada casi tan oprobiosa como la de Vietnam.
El mismo año de la caída del muro se realiza el Consenso de Washington de cuyas entrañas surge la nueva y feroz cara del capitalismo que se apropia del mundo para defenderse de él. Es el neoliberalismo. Ya se había puesto en marcha con las dictaduras de Pinochet en Chile y Videla en Argentina. El primer campo de aplicación de este capitalismo basado más en las finanzas que en la producción fue el gobierno de Carlos Menem en Argentina, con su superministro Domingo Cavallo. Sin embargo, América Latina logra, en la primera década de este siglo, una primavera progresista que despierta grandes adhesiones y el rechazo de las derechas nativas e internacionales. El hoy afortunadamente libre Lula en Brasil, Chávez en Venezuela, Evo Morales en Bolivia, Correa en Ecuador y Kirchner en Argentina. Son gobiernos capitalistas que se juegan por la distribución de la riqueza, que es la antítesis del capitalismo. Es decir, el muro de Berlín ha caído pero hay una región, América Latina, que aún cree en la justicia social y gobierna para una distribución más justa de la renta nacional, que viene a ser lo mismo. Argentina ya ha disfrutado de estos intentos: durante el gobierno del primer Perón y Eva Duarte la participación de los obreros en el PBI es la más alta de la historia de un país tramado por la injusticia.
En nuestro agitado presente soplan vientos antagónicos con el neoliberalismo. Sin embargo, no hay “vientos” en la historia, que es fruto de la praxis de los sujetos libres en lucha contra la alienación. Es el pueblo chileno el que se ha levantado contra un “modelo” neoliberal que sólo era el ejemplo de la injusta distribución de la renta. El neoliberalismo no se rinde fácilmente. Piñera, en Chile, ha dicho que el país está en guerra y lanza sobre los manifestantes toda la furia del aparato represor pinochetista que nadie ha tocado. Hay más de dos mil heridos, casi treinta muertos, hay torturas, desapariciones. El pinochetismo desatado. Nadie ha tocado tampoco la Constitución del carnicero que la promulgó. Así las cosas, los indignados chilenos son muertos en las calles del país porque la sombra del genocida que llenó de cadáveres el Mapocho y el Estadio Nacional sigue persistiendo. En Bolivia le hacen un golpe a Evo porque, como dijo Alberto ante el Grupo de Puebla, no toleran que los gobierne un boliviano con cara de boliviano. En Ecuador todo se ve difícil y Rafael Correa sigue lejos del retorno a gobernar su país. Aquí, y esto hay que decirlo, el neoliberalismo (con su aliado el antiperonismo) ha llegado a sumar el 40% en las elecciones del 27 de octubre. Sólo es posible el consuelo de decir que han hecho fraude. Pero, ¿y si no? ¿Y si gran parte del pueblo argentino quiere al FMI, la exclusión social, el hambre, la indigencia, el gatillo fácil y otras calamidades? ¿Quiénes votaron al letal Mauricio Macri, a quien ya ni Trump tolera? Hay que tener en cuenta que las PASO –que tantas esperanzas habían despertado- jugaron como primera vuelta, en la que cada uno vota por lo que quiere, y que las elecciones primarias jugaron como segunda en la que se aglutinó todo el antiperonismo, los odiadores inclaudicables de Cristina, los que no quisieron que los Fernández tuvieran tanto poder. Todos ellos y no meramente los seguidores de Mauricio Macri, que está acabado aunque siga vociferando que “hay gato para rato”. Gato Sylvestre habrá, pero el Mauricio esta KO. Igual que Marcos Peña, Bullrich, Carrió y Pichetto. Que seguirán conspirando, más aún con esa franja de la “corea del centro” que los acompaña. El mapa electoral de la Argentina quedó con los colores de Boca Juniors, que son los de Macri. ¿Podrá gobernar Alberto Fernández? Busca ser democrático y conciliador. ¿Podrá? O mejor dicho: ¿se puede? Alberto dice que gobernará con quienes lo votaron y con los que no lo votaron. Difícil. Los que no lo votaron están llenos de odio y también quieren volver, como volvió Cristina con su jugada magistral de ponerse de vice de Alberto. El futuro está lleno de acechanzas. Los periodistas panqueque volvieron a su lugar, el del periodismo de guerra. Los medios de comunicación seguirán anclados en la derecha y luchando por un país en que “el hijo de un barrendero” muera barrendero, como dijera un militar de la revolución que fusiló a generales peronistas y a casi treinta civiles en los basurales de José León Suárez. Se puede gobernar para la patria. Pero no todos quieren a la patria ni al tan mencionado “otro”. Sartre, en una obra de teatro, lanzó una frase estremecedora: “El infierno son los demás”. Los que se van creen que la democracia son ellos y solamente ellos. Que es su forma de decir lo que dice la frase del gran maestro francés. Nos tocan, como a todos los hombres y mujeres de todas las épocas, tiempos difíciles en que vivir. Sin embargo, la cuota de alegría y esperanza que produjo el triunfo de Alberto y el regreso de Cristina habrá que atesorarla, sujetarla con fuerza y actuar.