El 9 de noviembre de 1989, en Berlín oriental, una multitud acudió al paso fronterizo para intentar cruzar a occidente. El declinante gobierno de la Alemania comunista había emitido un equívoco mensaje por todos los medios de comunicación que generó un mal entendido irreversible. Los días previos miles de alemanes orientales empezaron a emigrar a Alemania Federal via Checoslovaquia, y para intentar frenar esa hemorragia las autoridades decidieron cambiar las reglas de la emigración. Pero el mensaje que se emitió fue interpretado por la gente como el fin de la prohibición de cruzar el muro, el inconsciente colectivo escuchó lo que quiso escuchar y lo convirtió en realidad. La noche de ese día las fuerzas policiales, del antaño poderoso régimen, bajaron los brazos, dejaron de sostener lo insostenible y abrieron las puertas. Ese fue el momento de la caída del Muro de Berlín, los ladrillos empezaron a ser demolidos por la multitud al día siguiente, muchos llevaron sus herramientas para quedarse con un souvenir, pero eran solo los restos materiales de un muro que se sostuvo por algo mucho más sólido que la argamasa que une al hormigón armado, ese día se quebró la voluntad política de la República Democrática Alemana y el muro se convirtió en escombros.
Construido en agosto de 1961, su existencia se prolongó por 28 años. Es decir que los treinta años transcurridos desde su caída ya son un periodo de tiempo superior al de su existencia. Un muro de casi cuatro metros de alto que abarcó cuarenta y cinco kilómetros en Berlín pero se extendió otros cien kilómetros más por la frontera entre las dos Alemanias. El Plan Marshall con el que EEUU impulsó la economía de la Alemania Federal generó el llamado “milagro alemán” y ya a fines de la década de los cincuenta un flujo masivo desde el éste al oeste. Por eso la construcción del Muro en Berlín fue para detener esa tendencia que el canto de las sirenas del capitalismo produjo sobre los más de tres millones que emigraron. La construcción fue sorpresiva y bajo la vigilancia de un enorme despliegue de soldados y policías.
Los intentos de atravesar el muro no se interrumpieron jamás. Más de doscientos murieron jugándose a pasarlo , miles fueron detenidos y hasta hubo un gigantesco túnel de casi 200 metros por el que lograro fugarse 57 personas. Evidentemente algo no estaba funcionando con el sueño del comunismo si para contener a sus sectores populares debían hacer una fortificación.
¿Un muro es una defensa o es una cárcel? Esta fue la pregunta cuyas respuestas definían los campos políticos en disputa durante la Guerra Fría que enfrentó, después de la segunda guerra mundial, a los dos grandes bloques de países comandados por la URSS y EEUU. La etapa de esa posguerra fueron los años dorados del capitalismo y el comunismo no pudo o no supo hacerle frente.
Berlín se constituyó en el vértice en dónde esos dos gigantescos bloques se tocaban. Una gran ciudad dividida por un muro ¿Podemos imaginar a Buenos Aires atravesada por semejante monumento? Difícil, sin embargo, quién puede negar que toda la Argentina esta surcada por muros imaginarios, simbólicos, inmateriales, pero reales y poderosos.
El historiador Eric Hobsbawm ha escrito en 1993 en su libro: Historia del SXX, que ese fue un siglo corto, un siglo que comenzó con la primera guerra mundial y terminó con la caída del Muro de Berlín. Pero en dónde queda claro que se trata sólo de un sinécdoque, estamos tomando una parte por el todo, ese muro representa la caída del socialismo. Sólo dos años después se disolvió, por su propia fuerza centrífuga, la Unión Sovietica y todos los parámetros que organizaban el mundo de posguerra se tuvieron que volver a conjugar. Por esos años un libro se convirtió en la expresión de ese sentimiento de triunfo que los defensores del modo de vida occidental esgrimieron como bandera, Francis Fukuyama publicó El fin de la Historia y el último hombre en 1992. Ya no había historia, el capitalismo era la última estación.
Alemania se reunificó bajó un solo sistema: el de la lógica del mercado. El entonces Canciller alemán Helmut Khol se vanaglorió: “Adam Smith ha triunfado sobre Carlos Marx”. La dama de hierro de Inglaterra, Margaret Thatcher, fue más clara aún: “No hay alternativa”. EEUU se convirtió en la potencia hegemónica indiscutida. No fue exagerado el dramatismo con el que Fidel Castro pintó la situación cuando con poética valentía dijo: “navegaremos solos en un océano de capitalismo”.
Pasados treinta años de los acontecimientos tenemos una interesante perspectiva. Aquel bloque de países comunistas le presentó un desafío al modelo capitalista que lo llevó a dar concesiones que se concretaron en los llamados Estados de Bienestar, construcciones sociales que el neoliberalismo viene tratando de desmantelar desde los años setenta. El capitalismo ha vuelto a tener los niveles de desigualdad que había alcanzado en el SXIX.
Los veintiséis más millonarios del mundo concentran la misma riqueza que la mitad de la humanidad (3500 millones de personas). Uno de ellos, Warren Buffett, no tuvo empacho en decir: "Está claro que hay una guerra de clases. Y es mi clase, la de los ricos, quien está ganando la guerra".
El capitalismo ya no derriba muros sino que los construye, no para frenar al comunismo sino para frenar a los pobres. Construye muros en las fronteras entre países como la de EEUU y México, o los construye en el interior de esos países alzando muros y alambrados y todo un arsenal de barreras.
Bajo los escombros del Muro de Berlín quedaron muchas esperanzas que ya en 1989 habían perdido su fuerza, pero las promesas que el neoliberalismo le hizo al mundo también han fracasado. Hay muchos muros que deben estar por caer.