El inicio de la Competencia Internacional del 34° Festival Internacional de Cine de Mar del Plata no podría haber sido más contundente, ya que la proyección de su primer título, O que arde, del gallego Olivier Laxe, estableció un estándar de calidad cinematográfica muy alto. Ambientada en el paisaje agreste de Galicia y tal como se anuncia desde el título, el fuego ocupa acá un lugar central, trayendo consigo toda la carga simbólica que suele cargar. El guionista de la película, el argentino Santiago Fillol, reveló antes de comenzar la proyección que todos los fuegos que se verían a continuación no eran producto de los efectos especiales, sino abrazadoramente reales. El dato sirvió para generar expectativa, pero la película se toma su tiempo para dejar que el fuego entre en escena. Cuando lo hace, su efecto es abrumador.

El comienzo de O que arde es poderoso e inquietante. En él una serie de tomas nocturnas convierten a un bosque en un espacio sobrenatural a partir del soberbio trabajo con la luz y la cámara. Luego un plano general muestra como de repente los árboles comienzan a caer como si un monstruo gigante los estuviera derribando. El plano siguiente desnuda el carácter humano y mecánico de ese monstruo: dos topadoras amarillas avanzan llevándose a la naturaleza por delante, revelando un espanto real que justifica la atmósfera terrorífica que Laxe construyó con una precisión asombrosa. Pero de golpe las máquinas se detienen frente al vacío que ellas mismas generaron y en el hueco oscuro comienza a delinearse el contorno de un árbol enorme, ancestral. De repente la película se convierte en un western en el que se baten a duelo dos mundos irreconciliables que han quedado frente a frente: el de una España rural que parece detenida en algún punto cercano a la Edad Media y el de una modernidad que avanza sin medir consecuencias. Ambas realidades estarán en pugna durante toda la película.

La que narra la historia de Amador, un habitante del monte gallego que estuvo preso por pirómano, luego de que lo hallaran culpable de quemar uno de esos bosques. Amador es un marginal, pero no un delincuente o un caído del sistema, sino alguien que se ha quedado fuera del mundo y se intuye que de forma no del todo involuntaria. Alguien al que la condena ha dejado solo, pero que quizá también haya elegido ese destino. Al salir de la cárcel regresa a su pueblo, a la casa de su madre, a quien ayudará a cuidar las tres vacas que poseen. La relación con sus vecinos se debate entre la compasión, la burla y la desconfianza. Laxe realiza un registro cálido de los interiores de la casa en la que el protagonista vive con su madre y contempla con mirada amorosa esa vida simple que comparten en la montaña.

Además realiza un trabajo maravilloso capturando en detalle tanto las variaciones del clima como su vínculo con el paisaje y con la historia que se narra. Y así como registra esa comunión entre los elementos, del mismo modo captura la ternura que signa la relación entre el protagonista y su madre. Lo que hace extraordinaria a O que arde es la delicadeza poco usual con la que Laxe construye una cosmogonía que da cuenta de un orden y un equilibrio. Una gestalt en el que el fuego volverá a alzarse inevitable, para reabrir heridas, para conjurar la culpa y desatar el castigo, pero también para purificar a ese perfecto mundo imperfecto que Laxe modeló con tanto acierto.

Durante la primera jornada también comenzó lo que a priori parece ser una potente Competencia Latinoamericana. En ella se verán los últimos films de cineastas de prestigio como los argentinos Alejo Moguillansky y Andrés Di Tella, los chilenos Ignacio Agüero y José Luis Torres Leiva y la brasileña Maya Da-Rin. En ese conjunto la presencia de Sirena, coproducción entre Bolivia, Qatar y Chile, aparece como la posibilidad de abordar una cinematografía que sigue siendo un secreto para la mayoría de los espectadores vernáculos.

Dirigida por Carlos Piñeiro, Sirena tracciona a partir del choque que ha convertido en un malentendido permanente la cultura de América latina. Un diálogo de sordos entre los nativos y los que llegaron con la conquista para quedarse, en el que nunca parece haber una comprensión real de lo que significa el concepto del otro. Ambientada en los ’80, un ingeniero junto a un hombre de su entorno y un policía llegan en bote hasta una isla a través del vasto lago Titicaca. Con ellos va un guía aymara, encargado de llevarlos hasta un poblado al que solo se puede llegar caminando mucho.

Durante ese breve prólogo Piñeiro maneja con sensibilidad el recurso del primer plano, registrando manos, pies, rostros, la superficie del lago y su revés subacuático. Esa insistente proximidad permite entender, a través de los detalles de sus pieles y vestimenta, las diferencias notorias en el origen de los personajes. Una vez en tierra la perspectiva cambia. A partir de ahí el director elige trabajar con planos amplios y profundos que registran una inmensidad en la que lo humano ocupa una parte mínima del paisaje. Cuadros compuestos desde una perspectiva que tiende a lo geométrico como objetivo estético, al equilibrio de los elementos. Un equilibrio que contrasta con ese permanente choque cultural en torno al cual gira la acción. El uso de un blanco y negro perfecto completa una receta que le da al relato un aire misterioso.

Con la llegada a la aldea, la presencia de un cadáver resalta el contraste entre las partes. Separados por idioma y tradición, aymaras y criollos parecen condenados a chocar. Pero no todo es tensión: Piñeiro acierta a intercalar pinceladas de un humor inesperado. Como cuando una radio de fondo hace sonar los inconfundibles acordes de “Humo sobre el agua”, de Deep Purple, que tres risueños aymaras intentarán replicar con quenas y bombos algunas escenas más tarde. Un detalle delicado para mostrar que hay lenguas, como la música, capaces de acercar lo que hasta entonces parecía irreconciliable.