A poco más de veinte años del estreno de Rosetta en el Festival de Cannes, es indudable que la película que catapultó a la fama internacional a los hermanos Jean Pierre y Luc Dardenne instauró uno de los estilos más replicados por realizadores jóvenes –y no tanto– a lo largo del siglo XXI. La cámara en mano nerviosa y pegada a las espaldas de sus protagonistas, locaciones reales, preferentemente en los suburbios, y un aura gris rodeando a esos hombres y mujeres cuyos silencios son inversamente proporcionales a la espesura de sus mundos interiores, son algunas de las huellas más visibles del cine de los belgas. La influencia de Rosetta es evidente en La botera, la ópera prima de Sabrina Blanco que el domingo por la mañana levantó oficialmente el telón dela Competencia Argentina del Festival de Mar del Plata, con la salvedad que aquí las connotaciones sociales corren por un carril paralelo al núcleo central del relato. Sí se mantiene la presencia ubicua de una adolescente a la que basta verla tragar un par de huevos fritos de parada para darse cuenta que su procesión va por dentro.
Tati (Nicole Rivadero) vive junto a su padre en una casilla de Dock Sud, a metros de un muelle sobre el Riachuelo donde está amarrado un bote usado para cruzar de orilla a orilla. Es el principal sustento familiar, o al menos debería: papá no parece muy dispuesto a trabajar y se da el lujo de rechazar viajes para quedarse durmiendo. De pésimo rendimiento escolar y rodeada de una violencia física y simbólica constante, Tati aspira a hacerse cargo de ese bote, síntoma tanto de una búsqueda de sustento económico como de un deseo de adentrarse en el mundo adulto. Porque La botera es, más allá de los sutiles punteos sociales, un relato decrecimiento proletario que transcurre allí donde muchas veces el Estado es una entidad ausente. A ella le sucede lo mismo que cualquier adolescente, incluyendo un despertar sentimental encarnado en un vecino (es notable el uso silencios y las vacilaciones en los diálogos tímidos entre ambos). Así, el largometraje de Blanco –primera de varias operas primas de directoras que se verán en esta sección- se erige como un coming of age alejado del confort clasemediero, una película que respeta el contexto de sus personajes mostrándolo con naturalidad, sin regodeos ni miserabilismos.
Si la protagonista de La botera es pura marcha hacia adelante y empuje en busca de un futuro, la de La muerte no existe y el amor tampoco hace un camino opuesto, esto es, mira hacia atrás para reencontrarse con aquella chica que fue y con todas las vidas que podría haber tenido de haberse quedado en Veintiocho de Noviembre, su pueblo santacruceño natal. Hasta allí debe volver Emilia (Antonella Saldicco) desde Buenos Aires a raíz de la inminente cremación de su mejor amiga (Justina Bustos), un ritual íntimo que le servirá para ver a sus familiares , algunas compañeras del secundario y, desde ya, a aquel primer novio que ahora es padre de familia.
Como ocurre en gran parte de las películas de ese subgénero que podría denominarse “regreso al terruño”, toda una especialidad del cine argentino contemporáneo, el viaje físico es también uno emocional. De allí, entonces, que los recuerdos de su amiga se materialicen encada lugar que supieron habitar. Tristón y melancólico como esos paisajes patagónicos donde transcurre la acción, el segundo largometraje de Fernando Salem luego de Cómo funcionan casi todas las cosas (vista en misma esta sección cuatro ediciones atrás) culmina como amable reflexión sobre el paso del tiempo y los vínculos, a la vez que como la crónica de un momento crucial para esa mujer que a su regreso difícilmente sea la misma que la que se fue.
Tiene razón Laura Casabé cuando en el catálogo del festival menciona al cine de George Romero como una de las de las principales influencias de Los que vuelven, su tercer largometraje como directora luego de El hada buena – Una fábula peronista y La valija de Benavidez. El espíritu del director de La noche de los muertos vivos sobrevuela de punta a punta este relato que cruza el universo de los zombies con las coordenadas narrativas de los thrillers sobrenaturales y los melodramas de época. Una época sin temporalidad precisa, pero que tranquilamente podría ser entre fines del siglo XIX y principios del XX, cuando la “civilización” blanca se expandía hasta los confines de la Argentina.
En uno de esos puntos recónditos, bien al norte de la Mesopotamia, vive una familia de hacendados a cargo de tierras donde se cultivan toneladas de yerba mate. Desde ya que ellos no tocan ni una hoja sino que delegan todo el trabajo en los mensúes, esos hombres y mujeres que pasan horas bajo un sol que raja la tierra colorada. Que esa sensación de calor se impregne en el espectador, que la humedad selvática haga transpirar incluso a quien esté cómodamente sentado en una sala oscura refrigerada, habla de una película cuyo ambiente tiene un peso central en trama.
El regreso de la selva de un mensú ensangrentado y con los ojos negros será la primera alerta de una anomalía al acecho de la (aparente) quietud burguesa. Imposible saber si se trata de una posesión satánica, como sostiene el párroco interpretado por Javier Drolas, o algo peor. Ante la duda, más vale matarlo, tal como hace el patriarca de la familia (Alberto Ajaka) ante la mirada de su mujer (Malena Soldi), a quien en la primera escena se la ve rogándole a la Iguazú, la madre del día y la noche, por la vida de su hijo fallecido.
Que ese bebé llore apenas termina la súplica habla de una convivencia entre lo real y fantástico, entre las tradiciones ancestrales y una modernidad encarnada en esa explotación laboral. Casabé construye una narración tensa, potente y elíptica que no entrega respuestas sobre quiénes son esos que vuelven, desde dónde, ni para qué. A cambio, y como bien sabía Romero, los muertos vivos son elementos perfectos para canalizar una mirada política sobre el presente. Un presente donde las comunidades indígenas de la región chocan de frente contra las dinámicas contemporáneas –tema central de varias películas brasileñas recientes, entre ellas La fiebre, programada en la Competencia Latinoamericana– y gran parte de las mujeres llevan adelante una lucha diaria para liberarse de un corsét que, en muchos casos, sigue apretando con la fuerza de antaño.