El golpe contra Evo Morales
es un golpe de Estado por el pronunciamiento militar: no hace falta que los tanques ingresen a la casa de gobierno para que un golpe sea un golpe y no alcanza tampoco con que el presidente presente su “renuncia”. Si así fuera, el golpe de 1955 sería simplemente la “renuncia” de Juan Perón y el de 1954 la “renuncia” de Jacobo Árbenz. Este aspecto -la decisiva intervención de las fuerzas armadas o de seguridad- marca una diferencia entre el golpe boliviano del domingo y los tantos ejemplos de renuncia anticipada de un presidente acorralado por manifestaciones, que es lo que sin ir más lejos sucedió con los dos presidentes bolivianos anteriores, Gonzalo Sánchez de Lozada y Carlos Mesa, en ese caso forzados por las protestas lideradas por Evo. A diferencia de los desplazamientos de Fernando Lugo (juicio político exprés sin posibilidad de defensa), Dilma Rousseff (impeachment sin delito) y Pedro Kuczynski (renuncia ante la inminencia de impeachment), esta vez no se trata de un “golpe con adjetivos”, por usar la definición de Andrés Malamud, sino de un golpe clásico. A secas.
Una cronología informada ayuda a entender mejor el desenlace. Aunque la historia puede remontarse a la “rebelión de la Media Luna” del 2008, al proceso insurreccional de 2000-2003 o a los “500 años de dominación colonial”, la cadena de acontecimientos que derivó en el golpe comenzó el 21 de febrero de 2016, cuando Evo perdió el plebiscito convocado para habilitar un nuevo mandato. En lugar de apelar al camino de Rafael Correa (designar un sucesor) o Hugo Chávez (llamar a otro plebiscito), prefirió impulsar un fallo del Tribunal Constitucional, integrado mayoritariamente por sus partidarios, que terminó aceptándolo. La oposición presentó un reclamo ante la OEA pero su secretario, Luis Almagro, lo rechazó, y respaldó la legalidad de la candidatura de Evo. Sin embargo, en un país que según el periodista Fernando Molina porta un rechazo casi genético a la reelección, comenzó a afianzarse una creciente resistencia, tanto de las elites tradicionales como de las nuevas clases medias cholas. El cuestionamiento no se centraba en la gestión presidencial, con altos índices de aprobación, sino en la permanencia en el poder, leída como anti-democrática y que además obturaba las posibilidades de ascenso social en un país en el que las oportunidades de progresar se concentran en el Estado (Víctor Paz Estensoro solía decir que la Revolución Nacional fracasó por tener menos cargos para repartir que aspirantes a ocuparlos).
El domingo 20, cuando se celebraron las elecciones, Evo obtenía el 45,28 por ciento de los votos contra 38,16 de Carlos Mesa, una diferencia menor a los 10 puntos necesarios para evitar la segunda vuelta. El conteo se interrumpió por la noche y se reanudó horas después, cuando los bolivianos amanecieron con un cambio de tendencia que consagraba al presidente ganador en primera vuelta. Frente a las críticas, el gobierno explicó que el vuelco se debía al voto rural, favorable al oficialismo, y recordó que en las elecciones anteriores también se había procesado más tarde. Las razones que esgrimió el Tribunal Electoral fueron confusas y la renuncia de uno de sus integrantes no contribuyó a esclarecer la situación.
Comenzó entonces una disputa en torno al resultado, que se fue intensificando con movilizaciones y protestas y que reavivó la idea de “ilegalidad” de la candidatura de Evo originada en el plebiscito de 2016. En un clima de tensión creciente, el gobierno aceptó la verificación de la misión electoral de la OEA, que ya había manifestado sus dudas sobre la transparencia de los comicios, y anunció que el dictamen sería vinculante. La oposición, en cambio, la rechazó, creyendo que el veredicto sería favorable al gobierno, y hasta llegó a calificar de “comunista” a Luis Almagro. ¿Qué pasó realmente? Con los elementos a mano resulta difícil afirmar si hubo o no fraude, si se trató de pequeñas trampas o de algo planificado para garantizar la diferencia de diez puntos, pero lo cierto es que la OEA así lo consideró, en un informe emitido el domingo temprano en el que denunció “graves irregularidades” y recomendó repetir las elecciones con un nuevo Tribunal Electoral. En un claro gesto democrático, Evo aceptó.
Pero la situación social se había tornado a esa altura intolerable, con protestas cada vez más masivas, episodios de racismo explícito y revancha social desatada contra partidarios de Evo y ataques de defensores del gobierno (hay muertos de ambos bandos). La oposición, dominada por los sectores más radicalizados, modificó su reclamo, de la realización del ballotage a nuevos comicios y de ahí a la renuncia del presidente. El ultraconservador Fernando Camacho reemplazó a Mesa, cuya figura se fue diluyendo. Ante la escalada, por decisión de Evo o como resultado de la burocratización tras 13 años en el Estado, los movimientos sociales no lograron mostrar la fuerza de otras épocas, en tanto la Central Obrera Boliviana, hasta entonces aliada del presidente, sorprendía reclamando su renuncia. Las fuerzas armadas no iniciaron ni organizaron la sublevación pero le dieron el empujón final: primero la policía, a la cual Evo le había quitado prebendas como la emisión de las células de identidad, y después los militares, a los que había cultivado, cruzando la frontera ardiente que separa una democracia de una no-democracia.
Revisar la secuencia no implica desconocer el golpe pero ayuda a entender por qué logró imponerse y permite extraer tres conclusiones preliminares. La primera es boliviana: los sucesos de estas horas marcan el fin del ciclo de hegemonía evista abierto en 2008 tras su victoria sobre las regiones separatistas (diez años de crecimiento económico, estabilidad política e inclusión social) y reabren un ciclo largo de sublevaciones populares, caos institucional y violencia política; en cierto modo, Bolivia recuperara su normalidad histórica. La segunda conclusión, latinoamericana, es la inquietante constatación de a que a tres o cuatro décadas de iniciado el período de recuperación democrática el poder militar sigue definiendo, en situaciones críticas, el destino de los países: el hecho de que Nicolás Maduro siga en el gobierno y Evo haya sido depuesto no se explica por la popularidad ni el respeto democrático, mayores en el boliviano que en el venezolano, sino por el hecho de que el primero controla a los generales, sobre todo a los que cuentan con manejo de tropa, y el segundo no. Como la comunidad regional ha demostrado que el derecho internacional es accesorio, tal como demuestra la insólita renuencia de la Cancillería argentina a llamar golpe al golpe, al final lo que importa es quién controla el gatillo (y en menor medida la calle y el Parlamento).
La tercera conclusión es argentina y es que nuestro país ha logrado mantenerse a salvo de estos traumas, aunque increíblemente algunos prefieran ignorarlo: contra los que en 2015 argumentaban que “si pierde por poco no pierde”, el peronismo reconoció su derrota por menos de dos puntos y entregó el poder en tiempo y forma; contra los que en 2019 auguraban fraude y hasta atentados, el macrismo organizó unas elecciones impecables y aceptó los resultados aunque no lo favorecieran. El hecho de que Argentina logre tramitar sus cambios de gobierno de manera democrática y pacífica constituye un activo invalorable en una región saturada de proscripciones, institucionalmente alterada y en la que vuelan las balas.
El autor es Director de Le Monde diplomatique, Edición Cono Sur