El golpe de Estado en Bolivia abre un escenario de preocupación continental y también mundial. Evo Morales sacó 61% de los votos cuando, en 2014, ganó la elección que le otorgó el poder de ocupar la Jefatura de Estado desde el 20 de enero de 2015 hasta el 20 de enero de 2020. Pero fue depuesto antes de cumplir el final del mandato, por la decisión de dos dirigentes: Luis Fernando Camacho, líder del Comité Cívico pro Santa Cruz y principal estratega de la estrategia insurreccional callejera, y Carlos Mesa, quien fuera vicepresidente de Gonzalo Sánchez de Losada y luego asumiera la primera magistratura de ese país.
Todo comenzó semanas atrás, cuando el conteo de votos rápidos TREP se frenó durante la noche del domingo electoral. Con ese dato, y el antecedente del referéndum del 21 de febrero de 2016, donde Morales perdió y luego accedió a una repostulación por la vía judicial, Mesa se negó a todas y cada una de las propuestas de Morales. ¿Auditoría? No. ¿Diálogo? Tampoco. ¿Nuevas elecciones? Ya no. El supuesto estadista que algunos analistas veían en el candidato de Comunidad Ciudadana se fue convirtiendo en una máquina de impedir cuyo único objetivo era la salida de Morales.
Recapitulemos: el viernes pasado comenzó un acuartelamiento y amotinamiento de sectores de la Policía Boliviana. Movidos principalmente por motivaciones económicas, estos sectores se metieron en el medio del conflicto político del pais. Cochabamba, Sucre, Tarija y Santa Cruz fueron los lugares donde los altos mandos policiales cuestionaron a Morales, sumándose a la estrategia planteada por Camacho. Todo empeoró cuando el sábado la guarnición de la policía que custodiaba el Palacio Quemado se retiró del lugar.
Evo Morales anunció entonces un diálogo con la oposición, que no se concretó por un factor crucial: la oposición no quería dialogar. Así de simple. Luego vino la publicación del informe preliminar de la OEA, el convite de Morales a nuevas elecciones generales para intentar una salida superadora y los pedidos de renuncia, que se multiplicaron desde afuera hacia adentro: en un hecho insólito la Central Obrera Boliviana pidió la salida de Morales antes que las propias FFAA. En ese contexto, forzado por el escenario, Evo presentó su renuncia, afirmando que Camacho y Mesa "pasarán a la historia como racistas y golpistas".
En el año 2002, en Venezuela, una movilización popular procedente del barrio 23 de Enero desembocó en el Palacio de Miraflores. La multitud pedía la vuelta del presidente depuesto, Hugo Chávez Frías, quien había sido reemplazado fácticamente por Pedro Carmona, empresario de Fedecámaras. La historia que siguió es conocida: Chávez, preso en la isla La Orchila, consiguió su liberación y retornó al gobierno tras la presión popular. Incluso Fidel Castro intercerdió ante María Gabriela Chávez, una de las hijas del entonces Jefe de Estado venezolano, para que su padre no renunciara. No lo hizo, pese a los rumores. El gobierno de Carmona, que disolvió los poderes constitucionales, quedó hecho trizas en apenas 48 hs.
¿Va a suceder lo mismo en Bolivia? No, pensarlo mecánicamente es ser ingenuo. Y no se puede ser ingenuo en un momento de tamaña agresividad, con dirigentes del Movimiento al Socialismo perseguidos o ya asilados. Con Evo Morales, cuyo asilo en México fue anunciado por el canciller Marcelo Ebrard, analizando estrategias. Con la prensa boliviana ocultando la persecución abierta a un partido político. Pero también es cierto que ahí está El Alto, expectante a cuatro mil metros de altura, comenzando a movilizarse para intentar no perder lo conseguido en términos económicos y sociales. Y también es cierto que Camacho, al igual que Carmona en ese entonces, no tiene representación electoral. El seguidismo de Mesa al pirotécnico líder cruceño lo acerca más al Mesa vicepresidente de Gonzalo Sánchez de Losada -responsable de la Masacre de Octubre de 2003- que al que fuera vocero de la demanda marítima para Bolivia. Es el Mesa encandilado por el poder, a toda costa, sin medir potenciales peligros: un Mesa que, dieciséis años después, vuelve a prestar su apellido para un momento dramático para Bolivia.
"Como sentenció Tupac Katari: volveremos y seremos millones" dice la carta de renuncia de Álvaro García Linera, el intelectual orgánico, al decir gramsciano, más importante de este continente. "Luchar, vencer, caerse. Levantarse, luchar, vencer, caerse, levantarse. Hasta que se acabe la vida, ese es nuestro destino" es otra frase a la que suele recurrir Linera. No podemos naturalizar un nuevo golpe de Estado en América Latina en pleno siglo XXI: levantarse, luchar y vencer tienen que ser la bandera de los que, hoy humillados por un oponente despiadado, deben ahora pensar en volver y ser millones.
Juan Manuel Karg es politólogo UBA. IIGG - Facultad de Ciencias Sociales