¿Por qué le habrán puesto burros? El chascarrillo, en forma de pregunta, tiene una respuesta sencilla: a pesar de tomar para su título, I Was at Home, But…, la forma gramatical de varios esfuerzos tempranos de Yasujiro Ozu, la nueva película de la alemana Angela Schanelec admite la enorme influencia de Robert Bresson desde su primera, magnífica secuencia, casi un cortometraje en sí mismo. Incansable, un perro persigue a un conejo a campo traviesa; un corte lo muestra disfrutando del sabor de la presa, aún caliente. Mientras el animal, satisfecho, duerme la siesta en lo que parece una casa abandonada, un burro observa por la ventana algún acontecimiento ajeno al espectador. ¿Se llamará Baltasar? Los animales desaparecen por completo del cuadro para cederle el espacio a los humanos, quienes, sin embargo, no emitirán palabra hasta pasados los diez minutos de proyección. Los planos fijos, por momentos cercanos a un cuadro viviente, las manos entregando algún objeto, la economía actoral que nunca deja que el naturalismo extremo le quite espacio a cierto distanciamiento, forman parte del último largometraje de la directora de Orly, La suerte de mi hermana y Marseille.
La de Schanelec es una de las voces más idiosincráticas de la así llamada Escuela de Berlín y su más reciente película –que viene de recorrer una docena de festivales internacionales, luego de su estreno mundial en Berlín, donde obtuvo el Oso de Plata a la Mejor Dirección– fue uno de los dos films exhibidos en la Competencia Internacional marplatense durante el día de ayer. El carácter elusivo de aquello que suele llamarse trama es evidente durante la primera mitad de la proyección: poco se sabe de esa mujer llamada Astrid (Maren Eggert, actriz recurrente en el cine de la directora) o de sus dos hijos. Tampoco, en un primer momento, qué acontecimiento traumático la ha dejado en un estado cercano a una crisis permanente, en el cual cierto letargo es seguido de explosiones emocionales. I Was at Home, But… incorpora de manera recurrente –como si se tratara de un mecanismo straubiano que “comentara” la historia que la contiene– una serie de ensayos estudiantiles de Hamlet, como así también instancias de humor absurdo e inesperado, quizás como admisión indiscutible de que, incluso durante el más señero de los duelos, la condición humana impone sus dosis de tragicomedia.
Angela Schanelec construye el relato como si se tratada de un rompecabezas que va revelando lentamente la imagen con el correr de los minutos delante de los ojos del espectador. La relación, al mismo tiempo tierna y tirante, entre una madre y sus hijos es uno de los temas centrales de ese dibujo, pero una secuencia de enorme poder simbólico y gran belleza audiovisual –acompañada de una versión acústica de Let’s Dance, de David Bowie– reverbera en otros ámbitos y direcciones, sumándole al personaje central otra capa de complejidad. Y, desde luego, allí está la cuestión de la representación (la artística en general y, en particular, la cinematográfica), que el film pone en discusión literal en un extenso diálogo durante una caminata en las calles de Berlín. Sobre el final volverá Shakespeare y volverán también los animales del comienzo, integrantes de un particular y silente coro griego, observador de las desdichas y placeres humanos. Yo estaba en casa, pero… es la clase de película que comienza a crecer luego de que las luces de la sala se han encendido, constatación del enorme talento de Schanelec para hacer del cine una materia maleable y abierta a inesperadas posibilidades creativas, intelectuales y sensoriales.
Si Maren Eggert entrega una notable performance en la película alemana, la argentina Sofía Gala Castiglione vuelve a confirmar su talento para construir en pantalla criaturas con la sensibilidad a flor de piel, pero sin caer nunca en la máscara o el exceso melodramático. Como ocurría en Alanís, de Anahí Berneri, el segundo largometraje como realizador de Mariano González luego de Los globos (aquí también el actor se reserva un papel, secundario pero muy importante) está construido alrededor de Gala, en este caso encarnando a Luisa, una veinteañera que divide su tiempo laboral entre los turnos en una fábrica semi clandestina de adornos, especializada en pequeños budas y otros objetos, y el cuidado de hijos ajenos como niñera. El cuidado de los otros, el primero de los tres largometrajes nacionales que integran la Competencia Internacional, comienza con una situación típica, tan ridícula e insignificante como desesperante, que más de un padre ha sufrido o imaginado: una puerta que se cierra imprevistamente, las llaves que han quedado dentro del departamento, junto con la criatura.
González logra que la tensión del momento se sostenga por medios estrictamente cinematográficos, dosificando cortes y pequeñas elipsis. La situación no hará más que escalar luego de que una aparente resolución al problema no haga más que empeorarlo gravemente. Lo que sigue para Luisa son días y noches cargados de culpa y angustia: los padres del chico no quieren verla ni hablar con ella, su novio Miguel no parece aceptar su responsabilidad en el origen del conflicto, y la llegada de su padre y un amigo abogado le suman un nuevo nivel de ansiedad a la situación. El cuidado de los otros posee varios puntos de contacto con el cine de los hermanos Dardenne, pero González –autor del guion– no retrata la clásica “toma de decisión” que late en el corazón de muchas películas de los directores belgas, prefiriendo en cambio la descripción de un estado, un punto circunstancial en una vida marcado por la indefensión ante un accidente derivado del descuido. Presente en casi todos los planos, Castiglione transmite, con notables sutileza y potencia, los diversos grados de intensidad de esa condición tan excepcional como común y corriente.